9/6/07

Otra espiritualidad es posible y necesaria, por Marià Corbí


La cualidad específica humana

En las nuevas sociedades industriales las religiones resultan inviables para la mayoría de la población. El desinterés por la religión es casi completo en las generaciones más jóvenes. Para ellos la religión no es ni problema. Sin embargo, el interés por la espiritualidad no ha decaído con la decadencia de las religiones, sino que ha crecido notablemente.

Vamos a abordar este problema. El dato histórico y sociológico es que cuando aparecen en Occidente las sociedades industriales, empiezan a darse serias dificultades colectivas con las religiones. Antes las dificultades se habían dado entre religiones diferentes o entre las elites científicas y filosóficas y las religiones, pero no entre colectividades amplias y las religiones en general.

En el Occidente desarrollado, la mayoría de la población se ha alejado por completo de la religión. Nunca antes había ocurrido algo semejante.

Para comprender lo que está pasando con la religión, tendremos que volvernos a lo que son las características de nuestra condición de vivientes.

Las restantes especies animales tienen determinado genéticamente su estructura de necesidades, su mundo, lo que deben ser sus actuaciones en el medio, su relación con el entorno intraespecífica y extraespecífica, etc., con pequeños márgenes de aprendizaje.

La adaptación al medio de las restantes especies animales es lenta, puede durar millones de años. La vida inventó, en nuestra especie, un procedimiento rápido de adaptación al medio e incluso de modificación del medio. Determinó genéticamente nuestro organismo, nuestra condición sexuada, nuestra condición simbiótica y el habla. Dejó indeterminado, por el contrario, cómo tendríamos que actuar en el medio para sobrevivir, cómo organizar la sexualidad y la crianza, y cómo vivir y organizar la simbiosis; pero al mismo tiempo nos dotó de un instrumento para completar nuestra programación, insuficiente para resultar animales viables.

Con el habla completamos nuestra inacabada programación. Hablando nos autoprogramamos, según las condiciones del medio y según las formas de sobrevivir en él. Podríamos decir que gracias al invento biológico del habla, la especie humana puede adaptarse al medio, o modificarlo, tan rápido como convenga.

Esta es nuestra característica específica y nuestra ventaja.

Nos relacionamos con el medio, hablando entre nosotros. Gracias al habla podemos distinguir dos aspectos diferentes de nuestro acceso a la realidad, un aspecto que está en relación a nuestras necesidades y que es el significado que las cosas tienen para nosotros, y otro aspecto que no está en relación a nuestras necesidades, que es gratuito y absoluto, porque está ahí independientemente de nosotros y de la relación que pueda o no tener con nosotros.

Como especie tenemos una doble experiencia de la realidad, una relativa y modelada según nuestro interés, y otra absoluta. Gracias a esta doble experiencia, podemos cambiar nuestro programa y nuestra interpretación y valoración de la realidad cuando convenga. Si tuviéramos una sola experiencia de lo real, estaríamos tan clavados a un modo de vida como el resto de los animales.

Por consiguiente, la doble experiencia de lo real es la característica esencial de nuestra especie.

A lo largo de la historia humana, ha habido varias maneras de vivir y representar esta doble dimensión de lo real; todas ellas dependientes de las diversas formas de complementar nuestra indeterminación genética, que siempre han estado en relación directa con los procedimientos que los humanos han usado para sobrevivir en el medio. Como los restantes animales, nuestras programaciones colectivas, que han sido maneras de interpretar y valorar la realidad, han tenido que ver directamente con nuestras maneras de sobrevivir en el medio.

Durante la larga etapa de la historia de la humanidad en la que se vivió en sociedades preindustriales, la socialización o programación colectiva se hizo mediante narraciones sagradas, mitos, símbolos y rituales que decían cómo habían determinado los antepasados y los dioses que había que interpretar la realidad, cómo había que valorarla, actuar, organizarse y vivir.

La pretensión primaria de las narraciones sagradas, mitos, símbolos y rituales de las religiones

La pretensión primera de esas narraciones, mitos, símbolos y rituales no era describir la realidad, sino imprimir en la mente y en el sentir de las sociedades cómo había que ver la realidad, sentirla y actuar en ella en unas condiciones determinadas de vida, para sobrevivir con éxito. Desde esa lectura de lo real se vivía, concebía y cultivaba la dimensión absoluta de lo real.

Los mitos, símbolos y rituales eran sistemas de socialización y programación colectiva, propios de sociedades que vivieron durante milenios haciendo fundamentalmente lo mismo, y excluyendo el cambio. Puesto que eran sistemas de programación colectiva, debían tomarse como descripciones de la realidad, aunque no lo fueran, de lo contrario no podían cumplir con su función de programa colectivo indudable. Eso significa que imponían una epistemología que sostenía que lo que decían mitos, símbolos y rituales era como era la realidad, tanto en lo referente a la dimensión relativa de la realidad, como en lo referente a la dimensión absoluta.

Esta es la epistemología mítica. Desde esa epistemología mítica se volvían intocables los modos de vida, interpretación, valoración, acción y organización. Se sostenía que todo eso era revelado, que procedía de los antepasados sagrados y de los dioses.

Así la programación colectiva determinaba el modo de vida y, a la vez, bloqueaba el cambio.

Las religiones y la espiritualidad religiosa

Las religiones fueron, pues, la peculiar manera de vivir y expresar la dimensión absoluta de la realidad en sociedades preindustriales, extáticas, que excluyen el cambio. En ellas había que someterse, con creencia inviolable, al programa colectivo que se imponía como voluntad y revelación divina. En virtud de la epistemología mítica, debía creerse que lo que decían los mitos, símbolos y rituales de la dimensión absoluta de la realidad, era una descripción fidedigna, y con garantía divina. El proyecto de vida, individual y colectivo, diseñado y construido por Dios mismo, era también un proyecto de vida sagrada y espiritual.

Si definimos espiritualidad como el cultivo y la vivencia de esa segunda dimensión de la realidad, la espiritualidad, en la época preindustrial, tuvo que vivirse desde la religión y, por tanto, tuvo que ir vehiculada, expresada y vivida a través de las creencias.

Cuando la industria se convirtió en el modo de vida de la colectividad, tuvo que apoyarse en las ciencias y las técnicas y, consiguientemente, se tuvo que sustituir la socialización y programación colectiva mítica, simbólica y ritual, por la programación ideológica.

Las ideologías interpretaban la realidad y creaban proyectos de vida sin apoyarse en narraciones sagradas y revelaciones divinas, sino apoyándose en teorías científicas y, sobre todo, filosóficas, que también pretendían describir la realidad. Las ideologías fueron arrinconando poco a poco a la religión, en la misma medida que se extendía la industrialización de la vida de los colectivos.

Durante la primera gran revolución industrial, que se fue implantando en Occidente a lo largo de más de siglo y medio, se vivió en una sociedad mixta. La mayoría de la sociedad, hasta los años 70 del pasado siglo, vivió todavía en sociedades preindustriales, con sus sistemas míticos, simbólicos y rituales de programación y, por tanto, con la religión tradicional. Una minoría, que fue creciendo paulatinamente, vivió de la industria y su sistema de cohesión y programación colectiva propio de la ideología.

Durante este tiempo, la espiritualidad continuó ligada a la religión y a las creencias.

La generalización de la industrialización que marginó por completo en Occidente los modos preindustriales de vida; más la aparición e implantación de la segunda gran revolución industrial, la sociedad de innovación continua, alteraron para siempre esta situación.

¿Qué está ocurriendo en las nuevas sociedades industriales?

En las nuevas sociedades industriales se vive de la continua creación de ciencias, lo cual supone un continuo cambio de las interpretaciones de la realidad. La continua creación científica conduce a constantes creaciones tecnológicas; lo cual supone, a su vez, cambiar continuamente las formas de trabajar y, por tanto, de organizarse; todo esto empuja a la revisión continua de los sistemas de cohesión y valoración colectivos.

En las nuevas sociedades todo cambia continuamente, porque el éxito económico depende de la creatividad, la innovación y el cambio.

Estas nuevas sociedades tienen que excluir la epistemología mitológica y su prolongación en las ideologías, y tienen que estructurarse apoyándose ya no en revelaciones divinas o en descubrimientos de la naturaleza misma de las cosas desde las ciencias y las filosofías, sino apoyándose sólo en postulados axiológicos, que ellas mismas construyen, y en los proyectos colectivos diseñados a partir de esos postulados axiológicos.

En las nuevas sociedades los postulados axiológicos y los proyectos tenemos que construírnoslos nosotros mismos, a nuestro propio riesgo y contando sólo con nuestra propia calidad individual y colectiva. Los postulados y los proyectos tendrán que cambiar, cuando convenga, al ritmo que impongan nuestras innovaciones científicas y tecnológicas y las consecuencias que se deriven de ellas.

Resulta lógico y evidente que la manera de vivir la dimensión absoluta de la realidad y la espiritualidad, modeladas por las religiones y las creencias, entren en una crisis mortal, en unas condiciones culturales como éstas.

Las religiones y el modo tradicional de cultivo de la espiritualidad entran en crisis por cuatro razones principales:

1ª. Cuando los colectivos tienen que vivir del cambio continuo en todos los niveles de la vida, tienen que excluir la epistemología mítica y las creencias, porque fijan, porque bloquean y deslegitiman el cambio.

2ª. Este tipo de sociedad, a medida que se implanta y crece, crea una conciencia colectiva, explícita o implícita, de que nada nos viene de fuera, ni de Dios ni de la naturaleza misma de las cosas; que todo nos lo tenemos que hacer nosotros mismos a propio riesgo. Esta conciencia resulta incompatible con las religiones y las creencias.

Esta conciencia se difunde desde la vida cotidiana de cambios constantes, desde la globalización de las comunicaciones, desde los periódicos, la televisión, las películas, las comunicaciones por Internet, etc.

Esta mentalidad se difunde por todas partes, en los países desarrollados, en los que están en vías de desarrollo e incluso en los más atrasados.

3ª. Todas las tradiciones religiosas conviven en nuestro mundo global, en nuestros países y en nuestras ciudades, con sus grandes textos al alcance de todos. Todas las tradiciones están unas junto a las otras, tanto por efecto de la mundialización de las comunicaciones, como por efecto de los grandes movimientos migratorios.

4ª. La globalización científica, tecnológica, económica, cultural, del ocio y de las comunicaciones quiebra las fronteras entre las culturas y las religiones y ponen frente a frente sus pretensiones absolutas.

La misma globalización hace patentes los riesgos que esas pretensiones absolutas comportan para la convivencia, para la economía, para la política, para la seguridad, para la paz. Las tradiciones religiosas, puestas unas al lado de las otras, se relativizan mutuamente y resbalan hacia las concepciones generales y preponderantes de que todo nos lo construimos nosotros mismos, también esas formas de vivir la dimensión absoluta de la realidad.

Estos procesos han sido muy rápidos, se han producido en menos de 30 años. Se puede decir con fundamento, que, por regla general, en el Occidente desarrollado, los que tienen menos de 45 años, en su gran mayoría, ya no quieren saber nada de la religión tradicional. Y es lógico, porque la religión es una forma de vivir la dimensión absoluta de la existencia y la espiritualidad propia de sociedades preindustriales, estáticas, patriarcales, jerárquicas y provincianas. Esas formas de vida han desaparecido o están en vías de extinción.

También las mujeres, que se han incorporado ya a la cultura y al trabajo, han abandonado la religión. Sólo las generaciones más ancianas continúan interesándose por la religión, y aún ellas también han iniciado el éxodo.

Estos cambios y transformaciones no suponen que vayamos claramente a mejor. Hemos sustituido una explotación, la propia de las sociedades de la primera industrialización, (sociedades de clases y coloniales), por otra explotación, la de las sociedades de conocimiento e innovación (creadoras de exclusión y marginación de grupos sociales y países enteros). También el medio está resultando gravemente dañado.

Las nuevas sociedades no han encontrado todavía formas económicas y políticas adecuadas a su poder científico, tecnológico, comunicativo y globalizador. Todavía estamos en manos de un capitalismo financiero sin entrañas.

Hemos sustituido una desigualdad e injusticia por otra. Pero las nuevas injusticias tendrán que combatirse con nuevas formas.

El hecho innegable es que, a causa de estos cambios, las religiones y la espiritualidad a través de creencias, han entrado en una crisis que tiene rasgos de muerte.

Necesidad de una nueva espiritualidad

No obstante esta crisis, la dimensión absoluta de la realidad y la posibilidad de espiritualidad, continúan siendo una cualidad y condición específicamente humana, irrenunciable e inevitable, por nuestra condición de vivientes que hablan, que tienen que autoprogramarse y que, a causa de ello, tienen un doble acceso a lo real.

La nueva y urgente tarea es hacer posible el cultivo de esa dimensión de nuestra estructura humana, en las nuevas condiciones culturales. Estas nuevas condiciones culturales podríamos resumirlas así: vivimos en sociedades de innovación y cambio constante, cohesionadas y programadas mediante postulados axiológicos y proyectos colectivos construidos, desde esos postulados, por nosotros mismos. Por tanto, vivimos en sociedades sin creencias (aunque con muchos supuestos acríticos) y, por tanto, sin sacralidades, ni religiones. En resumen, vivimos en sociedades dinámicas, laicas, sin creencias, ni religiones, ni dioses.

Sin embargo, muchos hombres de estas sociedades están interesados en la espiritualidad. Y ese interés crece y crece.

Una nueva espiritualidad es posible; y más que eso, es necesaria. La nueva espiritualidad no podrá apoyarse en creencias, ni estará vehiculada o expresada por medio de creencias. No será religiosa, si por religión entendemos sistemas de creencias que son sistemas de interpretación, valoración, acción y organización revelados por Dios e intocables o entendemos proyectos de vida colectiva revelados e inalterables.

La nueva espiritualidad, si no se apoya en creencias, ni es religiosa, carecerá de sacralidades, será laica.

Sin embargo, precisamente porque no es ni religiosa ni creyente, podrá heredar toda la riqueza espiritual de todas las tradiciones religiosas de la humanidad. Esa herencia universal no tiene por qué conducir a una espiritualidad sincretista o a la carta. Hemos heredado toda la música de la historia, toda la poesía, toda la pintura, escultura y arquitectura; somos capaces de apreciar y gozar la belleza de todos los tiempos y todas las culturas, y aprendemos de todas ellas. Y eso no nos lleva a crear un arte que consista en tomar un rasgo de aquí y otro de allá, sino que, aprendiendo de todos, construimos nuestro propio arte. Algo así está ya ocurriendo con la espiritualidad.

Siempre se puede hacer un mal uso del legado de nuestros antepasados, pero si ocurre, no será por culpa de la globalización y universalización de todas las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, sino por nuestra falta de calidad.

Haya riesgos o no los haya, esta es la situación en que nos encontramos y que no podremos hacer volver atrás, por más que nos empeñemos. Nos hemos tenido que alejar de una vida articulada sobre creencias, tanto religiosas como laicas; con ello, nos hemos alejado de las religiones tradicionales y sus sacralidades y hemos tenido que ir a parar a sociedades laicas.

Esta situación no es el fruto de la elección de nadie, es el fruto de la evolución de la cultura y la historia de Occidente. Llevamos muchos siglos caminando en esta dirección, con frenazos y aceleraciones. No podemos rehacer el camino hecho; no se puede volver a vivir la vida de nuestros antepasados.

Haber perdido la forma de vivir la espiritualidad propia de sociedades preindustriales, estáticas, que excluían el cambio, patriarcales, jerárquicas y provincianas, no significa que hayamos perdido la posibilidad de vivir la espiritualidad en una forma nueva y adecuada a nuestras nuevas condiciones culturales.

El legado de las tradiciones religiosas y espirituales

Desde la situación en que estamos, podemos ver las diferentes tradiciones religiosas de la humanidad como diferentes formas de representar y vivir la dimensión absoluta de la realidad, como diferentes formas de representar y vivir la espiritualidad.

Hoy sabemos que las narraciones sagradas, los mitos, símbolos y rituales en los que se expresaban las tradiciones religiosas no pretendían describir la realidad, ni la de este mundo, ni la del otro. Sólo pretendían decir cómo había que interpretar la realidad, cómo había que valorarla, cómo había que actuar, organizarse y vivir en unos modos concretos de sobrevivencia preindustriales. Decían también como había que representar y vivir la dimensión absoluta de nuestro acceso a lo real, desde esos programas y proyectos de vida, adecuados a sociedades preindustriales.

Para nosotros, la oferta de las grandes tradiciones y no puede ser interpretaciones y valoraciones de la realidad intocables, porque reveladas por Dios; ni pueden ser proyectos de vida bajados de los cielos, a los que hay que someterse. La oferta de las grandes tradiciones hay que leerla como leemos los poemas, como símbolos, como metáforas que hablan de esa dimensión de la realidad que está más allá de todas nuestras construcciones expresivas, lingüísticas, representativas.

Nuestro doble acceso a lo real, que es nuestra diferencia específica, supone un doble tipo de conocer y sentir.

Un acceso a lo real que está en función de nuestras necesidades individuales y colectivas, y modelado por ellas; por tanto, un acceso estructurado desde las categorías esenciales de todo viviente necesitado, que se tiene que comprender y vivir como un sujeto de necesidades, en un medio que le proporciona los objetos con que satisfacer esas necesidades.

Cada cultura articula sus necesidades y su manera de satisfacerlas de una forma diferente, según sus modos de sobrevivencia en el medio y su aparato instrumental o tecnológico, y, por consiguiente, hace una construcción del mundo diferente. En esto los humanos cumplimos la legalidad general de todos los vivientes.

Para este mundo, y desde este mundo, hablan todas nuestras palabras, incluso aquellas que pretender aludir a la dimensión absoluta de nuestro conocer y sentir la realidad.

El segundo tipo de acceso a lo real es el que tiene que ver con lo que ahí hay, que es independiente de mí, que no es mi interpretación ni valoración, que es absoluto. Se llega a esa segunda manera de conocer y sentir, silenciando todas nuestras construcciones.

El legado universal de todas las grandes tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad nos habla de esa otra dimensión de nuestra experiencia de lo real, nos dice cómo cultivarla, cómo silenciar nuestra mente y nuestro corazón de todos los deseos, temores, recuerdos y proyectos que construyen nuestro mundo a nuestra medida, ocultando lo que nuestras construcciones, como un manto, recubren. Nos dicen cómo caminar correctamente por esa Vía, cómo evitar desviaciones, cómo alejarnos de nuestra lectura egocentrada de la realidad, cómo distanciarnos de nuestra condición de depredadores despiadados, hasta convertirnos en amantes incondicionales de todo lo real, personas y cosas.

Cada tradición nos hablará de todo esto, cada una con un código cultural diferente. Pero del mismo modo que podemos entender y vivir la poesía de Homero o las esculturas egipcias o la arquitectura románica, también podemos entender y vivir las diversas maneras de aludir, simbolizar, hablar propio de las diversas tradiciones religiosas.

Durante milenios la humanidad ha cultivado la doble dimensión de nuestra experiencia de lo real, que es nuestra cualidad específica como vivientes, mediante las religiones. Gracias a esas ingeniosas construcciones hemos podido cultivar lo que es la cualidad diferencial de nuestra estirpe: la dimensión absoluta de la realidad. Gracias a ese cultivo, aunque no haya sido muy exitoso, hemos salvado nuestra humanidad y la flexibilidad propia de nuestra especie.

En las circunstancias de las nuevas sociedades industriales, se han barrido por completo, en Occidente, los modos de vida preindustriales, y con ellos toda la manera de entender, sentir, actuar y organizarse, propia de este tipo de sociedades.

Las religiones han perdido, para una mayoría que apunta hacia el futuro, su prestigio cultural e incluso espiritual. Su oferta ya no resulta viable para el bloque central del río de la cultura y la vida de los humanos, aunque pueda continuar viva en los márgenes.

Las consecuencias es que hemos perdido los medios de cultivo de la dimensión absoluta de nuestro existir, sin que tengamos a mano ningún sustito. Nos hemos visto forzados a alejarnos de las formas tradiciones del cultivo de la espiritualidad, sin que tengamos todavía a mano un sustituto.

Sabemos cómo no podrá ser el cultivo de la espiritualidad: no podrá ser religiosa y apoyada en creencias y jerarquías. Sabemos cómo tendrá que ser la nueva espiritualidad: sin creencias, sin religiones, no jerárquica, laica, pero heredera de toda la inmensa riqueza acumulada en la historia religiosa y espiritual de la humanidad. Pero todavía no sabemos cómo tendrá que concretarse; la manera de hacerla accesible a todos los miembros de los colectivos sociales.

Sabemos que las nuevas sociedades, dotadas de poderosas ciencias, tecnologías y sistemas de comunicación, -que deben construir sus propios proyectos colectivos, sus modos de organización y de vida en todas sus dimensiones-, necesitan más que nunca el cultivo de la calidad humana que sólo puede proporcionar algún modo de acceso a la dimensión absoluta de la realidad y de nuestro propio existir.

Cuando más se necesita la cualidad es cuando más desmantelados estamos axiológicamente y espiritualmente. Hay que solventar con urgencia esta situación, de lo contrario corremos riesgo claro de destruirnos a nosotros mismos y al planeta.

Hemos de encontrar y crear procedimientos para que las nuevas sociedades puedan cultivar la espiritualidad, de forma coherente con sus condiciones culturales, propias de colectivos que viven de la innovación y el cambio, en condiciones de globalidad. Empeñarse en que la espiritualidad se cultive como se hacía en la época de las sociedades preindustriales, que debía excluir el cambio, es una empresa imposible y, además, un gran daño a las nuevas generaciones. Si no conseguimos crear esas nuevas formas colaboraremos a convertir a nuestras sociedades en bandas de depredadores, dotados de potentes instrumentos científicos y técnicos.

Y hemos de encontrar esas nuevas formas de espiritualidad, sin empezar de nuevo, sino heredando todo el inmenso legado de las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad.

No se pueden intentar solventar el desmantelamiento axiológico y espiritual de nuestras sociedades con procedimientos adecuados a sociedades ya muertas.

Tampoco se puede luchar, desde la espiritualidad, contra la exclusión, la injusticia y la explotación con formas religiosas y espirituales culturalmente inviables.

La lucha por los oprimidos y el amor a la justicia no salvará de la inviabilidad cultural a las formas religiosas, creyentes y jerárquicas de cultivo de la espiritualidad.

Quien quiera luchar eficazmente a favor de los más desvalidos y pobres, debería apresurarse a encontrar las formas adecuadas a la nueva situación de cultivo de la espiritualidad.

Sólo una espiritualidad verdadera y culturalmente viable podrá salvarnos de las luchas de unos contra otros y de todos contra la tierra que nos cobija.


Fuente: Revista Éxodo nº 88 (marz-abril’07)

El autor, Mariá Corbí (Mariano Corbí), es Director de Centro de Estudio de las Tradiciones Religiosas (CETR). Licenciado en teología y doctor en filosofía, Corbí ha sido profesor en ESADE, en la Fundación Vidal y Barraquer y en el Instituto de Teología Fundamental de Barcelona. Ha dedicado su vida al estudio de las consecuencias ideológicas y religiosas de las transformaciones generadas por las sociedades de innovación, sociedades post-industriales.

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