26/5/07

Caminos para la paz, por Raimon Panikkar



Aunque la agresividad competitiva sea una especialidad moderna, la belicosidad no es monopolio de la cultura tecnocrática.

¿Qué hay, o qué ha habido en el hombre histórico que ha creado la guerra como una institución? Qué confianza puede tenerse en una sociedad de Estados que gasta, por término medio anual, 30.000 dólares por soldado y 500 por estudiante? Cuando nos percatamos de que el hombre prehistórico, que se sentía amenazado por la naturaleza, ha dado nacimiento al hombre histórico, que ha terminado poniendo en peligro la vida del planeta, podemos -y debemos- cuestionarnos sobre el mismo proyecto "hombre histórico" y echar mano de su experiencia de seis mil años.

Para esto tenemos documentos que deberían figurar entre los más significativos de toda la historia de la humanidad, aunque sean poco menos que desconocidos: los tratados de paz, desde los de Hammurabi hasta los de nuestros días. Poseemos unos ocho mil documentos históricos que nos cuentan del optimismo de los vencedores para instaurar su paz. Todos ellos repiten ingenua y trágicamente la misma cantinela: «Ahora, finalmente, tendremos la paz». Y reiteran que «ésta es la guerra que acabará con todas las guerras». Y, mientras la tinta o las arcillas están todavía frescas, los cañones o las lanzas del vecino están ya dispuestos a contradecir estas afirmaciones.

Estos documentos demuestran la ceguera humana más grande que pueda imaginarse, pero también la mayor ingenuidad. Resulta que lo que ahora va a acabar con las guerras es la "disuasión atómica", o la "guerra de las galaxias", o el "nuevo orden mundial", basado en la ideología de una sola cultura victoriosa y sin raíces, por lo demás. Se olvida que los vencidos (ellos mismos, sus sucesores o los arquetipos enterrados en el subsuelo humano) se levantarán para saldar cuentas, y la guerra volverá a comenzar. Pensemos en los indios de América, en los kurdos, en los vascos, en los judíos, en los palestinos… y en toda la historia. La victoria no lleva jamás a la paz; lleva a la victoria.

La historia nos muestra que la victoria no ha conducido jamás a la paz, a pesar de los esfuerzos, la buena voluntad y la convicción de aquellos que vencieron a los nazis, o a los cartagineses, o a los asirios, o a aquellos "malvados" que nos invadieron… Así no se ha llegado nunca a la paz.

Parece una irresponsabilidad, después de seis mil años de experiencia histórica, el no querer replantearse el incómodo problema de si no estará errada la dirección misma de la civilización. Pero si nosotros, en este momento histórico, no tenemos la capacidad intelectual y la fuerza espiritual de plantear el problema a este nivel, no creo que seamos dignos de ser llamados "intelectuales", "pensadores" o "responsables".

Conocida es aquella frase de Einstein: «Con la escisión del átomo, todo ha cambiado excepto nuestro modo de pensar». La inercia de la materia -después de Kepler, Newton y Einstein- se puede calcular más o menos. La inercia de la mente es mucho más pesada. Seguimos pensando, dentro de la ciencia y de la historia, con categorías anacrónicas que no corresponden a la situación actual. ¿Tiene que ser bélica toda la civilización humana?

No olvidemos que la cultura de la certeza, inaugurada en Occidente por Descartes, lleva coherentemente a la civilización de la seguridad, ideología predominante en la sociedad moderna. Vivir en la inseguridad y en la incerteza es intolerable para la racionalidad, pero es incluso agradable en el amor.

Hacemos estas consideraciones para indicar que el desarme cultural va mucho más allá de la disposición a la escucha y a la tolerancia. El desarme a que la situación del mundo nos conmina, so pena de catástrofes apocalípticas, es una mutación cultural hacia la que ya apuntan los hombres más sabios de nuestra época.

El átomo es el chivo expiatorio para mantener nuestro nivel de vida. Tenemos necesidad de más energía, porque hemos roto los ritmos terrenos. Por cada italiano (porque las estadísticas allí son conocidas) hay una tonelada de residuos atómicos. Y si Chernobyl nos alerta sobre un peligro, se pensará sólo en construir otra central un poco más segura. Esta es la mentalidad tecnocrática: buscar siempre soluciones sin ir jamás a las causas.

Pensar únicamente en soluciones de seguridad es repetir de nuevo la reacción que hemos encontrado en los tratados de paz: a quien tiene una espada se le opone una lanza; al escudo simple, otro más complejo; a quien posee un sistema de seguridad se le opone otro sistema electrónico que anule el primero; a un misil de una cabeza, otro con una docena de ellas; a un incremento de la criminalidad, más policía; y así sucesivamente… Pero de este modo no se consigue la paz.

Es el esquema mecanicista del pensar, reforzado luego por la ley física de la acción y la reacción. En este esquema, «quien la hace la paga». Es la ley del talión, del restablecimiento del orden a base de infligir un daño equivalente.

La justicia no consiste en volver al status quo ante, como si la realidad no fuese viva y dinámica; no es "redención", sino "renovación". De ahí que en el orden político no se trate sólo de hacer pagar al culpable, ni de escarmentar a los posibles transgresores de una cierta situación, sino de crear un nuevo orden de cosas.

El otro tiene siempre algo que decir

¿Cómo se consigue la reconciliación? Hay que proseguir incansablemente los esfuerzos por hablar, por entender y darse a entender, por abrirse a la existencia dialogal. Ocurre aquí algo parecido a lo que sucede con el alcohólico: su problema no es el beber, sino el no poder querer no beber. El problema no es el enemigo, sino el no poder querer tratar con él. La interrupción del diálogo es el solipsismo y la muerte, porque la vida misma es diálogo constante. El otro tiene siempre algo que decir. No soy yo la única ventana por la que se ve el mundo; ni mi yo existe sin un tú y toda la gama de los pronombres personales.

El diálogo es tanto una ciencia como un arte. Implica la ciencia de conocerse tanto a uno mismo (incluido lo que uno piensa y quiere) como al otro; es la ciencia que sabe que ninguno de estos dos conocimientos es exhaustivo, ni en mí ni en el otro; es una ciencia muy descuidada en nuestros días. Quien se cierra al diálogo podrá ser todo lo buen estratega y todo lo astuto que quiera, pero generalmente no sabe hablar ni discutir ni, en último término, pensar, por muchos cálculos y predicciones que pueda hacer. Pero, además, el diálogo es también un arte, un hacer, una actividad, una praxis.

Mucho se ha escrito en nuestros días sobre el diálogo entre las culturas; y, aunque ya se ha mejorado mucho, por lo general la mesa del diálogo no ha sido redonda. Se ha presupuesto demasiado rápidamente que las "demás" culturas debían acercarse a nuestra mesa, en la que se come con el cuchillo de los dólares y el tenedor inglés, sobre el mantel de la democracia (entendida a nuestra manera), en platos servidos por el Estado, bebiendo el vino del progreso y utilizando cucharas (o cucharitas, más recientemente) de desarrollo tecnológico, sentados en la silla de la historia. Con todo ello no digo que el diálogo deba hacerse sentados en el suelo, comiendo con la mano, bebiendo sólo agua y hablando en chino. Pero sí digo que uno de los errores fundamentales es pretender que todos se sienten a una sola mesa, con lo cual lo anglo-sajón (por llamarlo de algún modo) es lo más práctico. El diálogo no es un "meeting" multitudinario en el que sólo hablan los que tienen altavoz y conocen la demagogia; es un acto humano, a escala y con voz humana, en el que los hombres forjan su humanidad discutiendo con la palabra sus divergencias.

Para todo esto hace falta sabiduría. La sabiduría es aquel arte que transforma las tensiones destructivas en polaridades creadoras, y no por estrategia para "salirnos con la nuestra", sino porque esta polaridad constituye la esencia misma de la realidad. La polaridad no es dualismo, no es binaria, puesto que no se rige por la dialéctica de la contradicción entre los dos polos, ya que el uno presupone el otro y viceversa. La polaridad es trinitaria; de otra manera, los dos polos dejarían de ser polos, con su fusión o su separación total. Lo mismo le ocurre al diálogo auténtico entre los hombres, porque ningún hombre es una mónada autosuficiente. No es un diálogo para llegar a una solución, sino un diálogo para ser, porque yo no soy sin el otro.

Esto nos viene a decir que, a pesar de todos los obstáculos, el camino hacia la paz consiste en querer caminar por él. Este deseo de paz es ya en sí pacificador. El deseo de paz equivale a deseo de diálogo, y el deseo de diálogo surge cuando pensamos poder aprender algo del otro, a la par que convertirle a nuestro punto de vista, si es posible. Fanatismos y absolutismos impiden caminar juntos, porque hacen creernos autosuficientes o en posesión plena de la Verdad.


Fuente: Revista Seguridad Sostenible

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