27/11/07
El valor de lo sagrado, por Rosa Montero
Hace unos días la escritora y periodista Rosa Montero publicaba un precioso artículo en El País titulado El valor de lo sagrado. Transcribimos a continuación el magnífico artículo:
El otro día vi por casualidad en televisión los diez últimos minutos de Kundun, la película que el gran Martin Scorsese hizo sobre el Dalai Lama en 1997. Creo recordar que, en su momento, el film recibió un vapuleo considerable de la crítica; esos minutos finales, los únicos que conozco de la cinta, me parecieron conmovedores. Tenían algo muy bello e hipnotizante y constituían una rareza cinematográfica. Recordaban más una oración, un poema visual a lo sagrado, que una película convencional. Tal vez todo un film así, si es que el resto es así, resulte excesivo, y de ahí las críticas. O tal vez Scorsese se enfrentara a un doble dogmatismo: por un lado, el de cierta izquierda maoísta, mucho más berroqueña hace diez años, que detesta al Dalai por su oposición a la invasora China; y, por otro, el de aquellos racionalistas tan extremados que no pueden soportar nada que tenga que ver con lo espiritual.
Yo no soy creyente. No me cabe un Dios en la cabeza, y mucho menos si pensamos en dioses antropomórficos. La verdad, no soy capaz de aceptar intelectualmente algo así: lo veo como creer en las hadas. Además la historia demuestra que los jerarcas de las diversas religiones suelen abusar de su poder y cometer todo tipo de tropelías; desde ese punto de vista soy bastante anticlerical, y pienso que, en efecto, la religión puede ser usada como el opio del pueblo. Claro que hay muchos otros opiáceos: el dogmatismo marxista, por ejemplo, también ha adormecido y embrutecido a las masas. El problema, en realidad, es el fanatismo. Eso es lo que te lamina las neuronas.
Pero el que no crea en ninguna divinidad no implica que no sea capaz de escuchar el latido del misterio de la existencia. La vida es un enigma colosal, y los seres humanos, encerrados en la menudencia de nuestra individualidad, nos sentimos abrumados y hechizados por la enormidad de lo que nunca sabremos. Y esa enormidad es lo sagrado. O sea, una realidad que nos trasciende, que es muchísimo más grande que nuestra pequeña vida y nuestra pequeña muerte. No podemos soportar la idea de morir, siempre tan pronto, siempre tan insensatamente, e intentamos ir más allá de nuestro corto tiempo y de nuestra ignorancia.
De esa ansia de perdurar y entender nacen las religiones, pero también las obras de arte, las sinfonías, las novelas, la teoría de la relatividad, la física quántica, la fenomenología, la observación de los planetas en la helada y oscura inmensidad del cosmos. No creo que haya en los humanos un sentimiento más extendido, más básico y primario que el del impulso espiritual, que es esa necesidad de salir de nosotros mismos, de unirnos al resto de los humanos, de dar sentido de algún modo al sinsentido de la existencia, de vernos formar parte de un marco mayor que nos consuele de nuestra insoportable pequeñez. Ya digo, es un rasgo primordial en las personas, y muchos de los que aparentemente rechazan todo lo que tenga que ver con "lo espiritual" no se dan cuenta de hasta qué punto también están siendo movilizados por ese sentimiento. El marxismo, por ejemplo, es otra de las respuestas a esa necesidad humana de trascendencia; y cuando un izquierdista fervientemente materialista se conmueve viendo una manifestación de marxistas puño en alto, está experimentando una emoción religiosa, de religare, unir, al sentirse hermanado con los demás seres del planeta en un proyecto colosal, en el sueño de la construcción de un paraíso en la Tierra. Eso, por mucho que le fastidie la palabra, es una conmoción puramente espiritual.
Todos, creyentes o no, ricos o pobres, intelectuales o analfabetos, tenemos esa capacidad para sentirnos rozados por el ala oscura de lo sagrado. Es decir, por la turbación y el embeleso del misterio esencial. Los japoneses lo llaman satori, los psicoanalistas hablan de momentos oceánicos. Puede suceder en un atardecer tranquilo y hermoso, o tal vez, como a mí me ha pasado alguna vez, contemplando los ojos aterradoramente humanos de un gorila. Sabes de lo que hablo: de ese instante en el que todo parece encajar y te sientes formar parte del mundo, del tiempo, del todo. Y la vida palpita dentro de ti, monumental y quieta.
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