“Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua. En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde… Cuando decidió marcharse, hizo un último recorrido por las salas, y sintió que unos pasos de algodón lo seguían; se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
-Dígale a... -susurró el niño-
`Dígale a alguien, que yo estoy aquí´”, escribe E. Galeano.
Celebramos unas fiestas ancestrales montadas sobre otras relacionadas con Mitra o con Saturno o con Osiris o con el solsticio de invierno. Lo que importa es la celebración del cambio estacional, desde la noche más grande del año y en relación con la mutación de una naturaleza viva y palpitante aún bajo las nieves del invierno, los árboles sin hojas y la tierra yerma que se prepara para una explosión de júbilo en primavera.
No podemos ignorar los hechos culturales que sostienen nuestra personalidad y nuestra forma de vivir, nuestro progreso y nuestra lucha por una sociedad más justa y solidaria que reconozca el derecho a la búsqueda de la felicidad. Nuestro quehacer es vivir aquí y ahora con la mayor plenitud posible, con coherencia y armonía, reconociéndonos para ser consecuentes con nuestra realidad, con nuestro ambiente y con nuestras relaciones. Todo lo demás es sufrimiento estéril por absurdo.
Antes, celebraban la siega o la vendimia, los ritos de amor o de paso. Hoy celebramos permanecer vivos y tratamos de dar un sentido a nuestro vivir porque se nos escapa el sentido de la vida.
Algo no va bien en el mundo y nos contentamos con aliviar algún efecto de la injusticia estructural con limosnas y aguinaldos. Nos echamos a la calle a comprar para éste o para el otro, mientras durante el resto del año no somos capaces de encontrar un momento para saber cómo se encuentra, para escucharlo.
¿No es en estas fiestas cuando nos acomete una extraña soledad, una especie de vacío que llamamos nostalgia y que no es más que hastío?
Dejemos el envoltorio y disfrutemos del regalo, del presente, de esa vuelta al hogar, al seno en donde un día te supiste acogido y querido. Eso es el hogar, el espacio donde nos esperan sin preguntar qué hicimos, sino ¿qué me sucede?
Sólo una persona ajena a la cultura y a las realidades que nos sostienen es capaz de rechazar como absurdas estas celebraciones. ¿Podríamos comprender nuestra historia sin la existencia de ese judío de Nazareth, que pasó haciendo el bien, acogiendo a los marginados, que desafió a los poderes constituidos de su tiempo, que predicó las Bienaventuranzas, que amó y fue amado, que hizo que el sábado fuera para el hombre y no al revés, que superó las ataduras religiosas y sociales de su tiempo, que enalteció a las mujeres, a los niños, a los pobres y a los ancianos y que trajo la Buena Nueva para todos los seres humanos: “Amaos los unos a los otros”?
Es preciso buscar ese reino que pertenece a los que padecen persecución por causa de la justicia, a quienes dan de comer al hambriento, de beber al sediento, que visten al desnudo, que enseñan al que no sabe, que consuelan al triste, que comparten. Y que no juzgan ni condenan sino que están dispuestos a acoger con un brazo mientras que con el otro aportan propuestas alternativas a las injusticias sociales que denuncian sin cesar formando muros y redes de solidaridad. Y para esto, les basta con caminar con su corazón a la escucha, su mente abierta a la verdad y al entendimiento mientras sus brazos se abren para acoger y para bendecir, para acariciar y para curar.
Tenemos que aprovechar los momentos especiales para hacernos cómplices con la vida, y reconocer que nos debemos a nosotros mismos un gesto de confianza en la vida y de compromiso con el otro. Así lograremos trazar un puente sobre el abismo. Por eso es navidad cada vez que alguien acoge a los demás.
José Carlos García Fajardo es profesor Emérito de la UCM y Director del CCS
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