Primera. Los ciudadanos votan cada vez menos en las elecciones europeas. La participación fue del 44%, dos puntos menos que en el 2004. En España, un 46%. Y Catalunya, en la cola, con un 37,5%. Y eso que el importante papel que tiene el Parlamento Europeo será mucho mayor cuando se apruebe el tratado de Lisboa. Un 75% de las leyes de aplicación nacional pasan por Bruselas. Y con el nuevo tratado el Parlamento Europeo tendrá poder de codecisión con el Consejo de Ministros, convirtiéndose en pieza clave de la gestión pública de nuestra vida cotidiana. La clase política se rasga las vestiduras democráticas ante tamaña apatía de los ciudadanos. Pero se olvidan de que el soberano es el pueblo, y si no perciben la trascendencia de los comicios, por algo será. Y en este algo tiene mucho que ver la conducción de las campañas electorales por parte de todos o casi todos los partidos políticos. He vivido la campaña en tres países distintos. Y en todos ellos los políticos, una vez rendida pleitesía al ideal europeo (excepto por los crecientes euroescépticos) se han dedicado a hablar de cualquier otra cosa. En España algunos prometieron que resolverían el paro si les votaban (ya veremos cómo lo hacen desde el Parlamento Europeo). Otros hablaban de Iraq y de Bush. Y se debatió con acrimonia sobre sastres, aviones, aborto, pederastia, financiación autonómica, el peligro de supervivencia del castellano (lo que hay que oír) y quién dijo qué sobre la crisis. En su dimensión más seria, las elecciones europeas se utilizan como primarias de las generales. Unas generales que, en España, se celebrarán en condiciones radicalmente distintas de las actuales. En su lado más chusco, han sido un correveidile en donde Europa ha sido un pretexto y el quehacer europeo se ha difuminado en un laberinto de confusión. Porque si el tema es votar para el gobierno de Madrid, ¿por qué hacerlo ahora cuando no toca? Ysi es para Catalunya, ¿por qué molestarse antes de que estén todas las cartas estatutarias sobre la mesa? De modo que han votado los fieles, los muy cabreados y algún ciudadano puntilloso con sus obligaciones cívicas. Total, una minoría.
Segunda lección. En situación de crisis, el voto simbólico, característico de las elecciones europeas, suele ser un voto de protesta contra los gobiernos y así ha sido. Pero en algunos casos más que en otros. Porque los socialistas portugueses gobernantes han recibido un varapalo, los españoles un buen pescozón y Gordon Brown una carta de despido en toda regla. Pero Merkel apenas sufre un rasguño, compensado por la subida de sus deseados liberales; Sarkozy se afianza en su liderazgo, pese a perder votos, y a Berlusconi parece haberle afectado más el fichaje de Kaká que sus inocentes devaneos con menores de edad. O sea que el voto de protesta ha variado según países y partidos. Algo habrán hecho algunos gobiernos. En España se puede pensar en tres factores: el paro es muchísimo más elevado que en el resto de Europa; a alguna genia socialista se le ocurrió proponer el aborto sin consentimiento familiar a los 16 años en plena campaña electoral, y Catalunya se hartó de marear la perdiz, y ya se sabe que sin Catalunya a tope de votos los socialistas pierden.
Tercera lección. En el conjunto de Europa, los populares conservadores han ganado ampliamente a los impopulares socialistas. Y en cierto modo es paradójico, porque, como decía Javier Solana en una clarividente entrevista, casi todos los gobiernos, incluyendo Francia y Alemania, están aplicando políticas anticrisis de corte socialdemócrata, tales como estímulo fiscal, la intervención del Estado en bancos y empresas en crisis, gasto público en infraestructura y un creciente énfasis en la regulación financiera. O sea, que la derrota socialista no parece una derrota de ideas, por mucho que estos no hayan tenido ningún proyecto coherente y esperanzador para salir de la crisis. Porque la derecha tampoco lo ha propuesto y, además, mejor se callan, porque su ortodoxia libremercadista se ha saldado con un desastre global. Por tanto, las razones del retroceso socialista hay que buscarlas en otros ámbitos del comportamiento político. Y es que la izquierda sigue sin entender que no son las plataformas elaboradas o las políticas rigurosamente detalladas las que ganan las elecciones, sino los resortes emocionales con los que se identifica la gente. Parece mentira que después de la campaña de Obama, enteramente emocional, en donde no había casi diferencia programática con Hillary Clinton y escasa concreción en su campaña con Mc-Cain, todavía haya sesudos políticos progresistas que creen en la eficacia de convencer racionalmente a los electores.
Lo cual no es una llamada a la demagogia (Obama fue sobrio en su estilo y austero en sus promesas), sino una comprensión de los mecanismos que motivan a la gente, que la hacen moverse por miedo o por esperanza. En una situación de crisis, el reflejo primero es defensivo, protegerse con lo que se tiene en el país contra la globalización y las fuerzas incontroladas. Protegerse contra el poder supranacional europeo aún menos democrático y visible que el nacional. Y protegerse contra la invasión de inmigrantes y multiculturalismo. En ambos planos, socialistas pierden, conservadores ganan. Cuanto más europeísmo progresista y mayor comprensión con los inmigrantes, más voto a la derecha. Por eso la derecha gobierna ahora en Escandinavia. Y por eso se usan las elecciones europeas para frenar la construcción de Europa. Ahí esta la raíz de la movilización xenófoba, antimusulmana, nacionalista, euroescéptica y demás defensores de que nada se mueva. Como los progres de verdad ya no se reconocen ni en los socialistas ni en sus satélites, sigue en Europa la erosión de la socialdemocracia y la contradictoria eclosión de políticas alternativas y abstención militante. Y mientras discutimos sobre galgos y podencos llegó la crisis 2.0 y se nos comió a todos.
Fuente: Diario La Vanguardia. Visto en Reggio’s
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