José Carlos García Fajardo es profesor de Pensamiento Político y Social (UCM) y Director del Centro de Colaboraciones Solidarias
Los derechos humanos universales son una categoría antropológica de las personas. No pueden ser una opción porque no hay otra similar en valor, en dignidad y en excelencia. Puede una sociedad determinada no reconocerlos y actuar como si no existieran, o como si dependieran de la sanción del poder legislativo. Esa actitud será legal, puesto que legislada, pero no justa. Como legales fueron los campos de concentración alemanes y soviéticos, el apartheid en Sudáfrica o la esclavitud durante siglos. Ninguna autoridad puede darlos o retirarlos legítimamente, lo único que puede hacer es reconocerlos en su ordenamiento jurídico o conculcarlos con una legislación injusta, segregadora y excluyente.
Estos derechos humanos -políticos y sociales- pertenecen a todos los seres humanos. No bastan éstos o aquéllos para dar apariencia de democracia, sino todos. Todo lo más que pueden hacer los poderes políticos es reconocerlos, como se hace en las Cartas Magnas. No en las Otorgadas. Pero, aunque no lo hicieran, como de hecho sucede cada día en tantos lugares del mundo, industrializados y empobrecidos, cuando los conculcan, no hay que esperar orden de mando alguna: es preciso arrebatarlos y ejercerlos.
Es unánime la doctrina jurídica de que, ante la tiranía, la opresión de las castas, de los militares o de las oligarquías financieras no sólo es lícito rebelarse y matar al tirano sino que la resistencia se convierte en un deber ético. Sobre todo cuando padecen los débiles.
Vivimos enajenados por la falacia de que las cosas no son hasta que las dictan los poderes dominantes. No hay que esperar ley ni permiso alguno para ejercer los derechos fundamentales, como el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de felicidad. Con todos los derechos sociales que de estas premisas se derivan: el trabajo, la salud, la cultura, la vivienda digna, la libertad de pensamiento y expresión, la libre asociación, la diversidad y, en definitiva, la participación en la cosa pública como suma de todos los derechos políticos.
Sostiene el premio Nobel José Saramago, que es preciso inventar gente mejor, que se sepa ciudadano, y no permitir que nadie nos engañe. El escritor denuncia la incompatibilidad entre la actual globalización económica y los derechos sociales. No duda en calificar a la primera como una nueva forma de totalitarismo contra la que es preciso rebelarse. Como en su día nos alzamos contra los campos de concentración, los Auschwitz y los Gulag, contra la esclavitud y la marginación, contra la exclusión y la explotación de los seres humanos por los poderes dominantes.
El problema central es el problema del poder. Antes era reconocible; ahora, no, porque el poder efectivo lo tienen las multinacionales y los poderes financieros que lo han arrebatado a los políticos. Y si antes los oprimidos podían alzarse contra los poderes tiránicos, fueran reyes o militares, castas sacerdotales u oligarquías, hoy se nos ha ido de las manos en el difuso pero omnipotente magma de las corporaciones económico financieras.
Silenciar los defectos no hace sino potenciar las causas. Pero no todo está perdido. Es posible rebelarse, porque las derrotas, como las victorias, nunca son definitivas. Y Saramago propone la revolución de la bondad activa que acelere la llegada del hombre y de la mujer nuevos. Porque hoy, como nunca anteriormente, es posible la destrucción de la humanidad y del medio que la sustenta.
El siglo XXI será el siglo de los derechos humanos porque se va a decidir el destino de la humanidad. Y a esta rebelión y conquista todos estamos convocados porque nos van en ellas la vida y la supervivencia. Pero sólo es admisible un vivir con dignidad como expresión de una sociedad en la que primen la libertad, la justicia y la ética por encima de los intereses y de la fuerza.
La historia demuestra que cuando los poderes opresores, esas minorías enriquecidas que dominan a inmensas mayorías empobrecidas, se plantan y les miran en los ojos, ellos enmudecen.
Ante nosotros se alzan todas las posibilidades de libertad, de justicia y de dignidad. Mirar hacia atrás, con ira o con nostalgia, sólo nos convertirá en estatuas de sal que se llevarían las lluvias. Y a éstas las necesitamos para abrevar ganados y para regar los surcos que esperan las nuevas semillas de un amanecer más justo y solidario para todos. No para ser reconocidos como personas, sino por el hecho de serlo por naturaleza.
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