Las efemérides suelen desprender un tufillo de tejido de vida apolillado. Aún más cuando se trata de la nostalgia de ese mayo francés que revolucionó el mundo hace exactamente cuatro décadas. Porque fue precisamente una revolución iconoclasta, opuesta a cualquier recuperación simbólica del deseo de libertad por las celebraciones oficiales. Recuperación es la palabra clave que caracteriza la cultura de mayo de 1968. Fue un movimiento social sumamente consciente de que los proyectos de reinvención de la vida suelen acabar en modas comerciales o votos para nuevas versiones de partidocracia. Por eso se negó a sí mismo como agente político, o sea afanado en la toma del poder. Y por eso hay incomprensión de su realidad y su significado. Incomprensión resumida en otra palabra clave: fracaso. Porque desde el punto de vista del orden social es esencial poder tildar de fracaso todo lo que no tiene traducción política directa. Porque en la medida en que se acepta la necesidad de pasar por formas de mediación política para cambiar la vida, se cierra la trampa gatopardiana, el que todo cambie para que todo siga igual. Poderosos son los intereses en el mantenimiento de esa percepción. Porque la estabilidad de las instituciones que rigen nuestros destinos no se basa en la adhesión de los ciudadanos al modelo de sociedad y de vida nuestra de cada día, sino a la resignación acerca de su inevitabilidad. Así, el 61% de los ciudadanos del mundo consideran deshonestos a los políticos, en Europa el 83% desconfía de los partidos y el 69% del Gobierno. Pero esta masiva deserción de la esperanza de lo político no suscita dramas, salvo situaciones excepcionales de crisis, porque se ha llegado a un acuerdo tácito. Los políticos se ocupan de lo suyo (el poder) y nosotros de lo nuestro (la vida en todas sus facetas). Y mientras no nos molesten demasiado, refrendamos a unos y castigamos a otros cada cuatro años según como nos haya ido o lo peligrosos que nos parezcan algunos.
Esa disociación entre el cambio social y el cambio político entró en la historia contemporánea con el movimiento de mayo de 1968. No porque los rebeldes de mayo no fueran políticos sino porque afirmaban otra política. No es un análisis libresco el que les cuento en estas líneas. Es mi testimonio directo, porque viví en primera persona el mayo francés, sin protagonismo, pero sí como participante de primera línea. Por los azares de la vida, mi primer trabajo académico, a los 24 años, fue de profesor ayudante de sociología de la Universidad de París en el campus de Nanterre. Y en ese departamento empezó todo un 22 de marzo de 1968, cuando los estudiantes echaron a porrazos del campus a la policía que venía a detener a algunos activistas, incluido Daniel Cohn-Bendit, anarquista que se convertiría en el símbolo del movimiento. Dany “el rojo” era estudiante mío y hacíamos sociología en serio, además de imaginar la revolución y pelearnos con la policía.
Y lo que teníamos claro, junto con miles de jóvenes, es que queríamos cambiar el mundo por nosotros mismos.
Y cambiarlo en todas las dimensiones, empezando por las más personales, por la libertad sexual (motor del movimiento), por la igualdad entre mujeres y hombres (la reivindicación que empezó la revuelta en Nanterre), por la autogestión de la producción, por la liquidación de las burocracias políticas de izquierda y derecha, por la solidaridad con los inmigrantes y con el tercer mundo, por la crítica del consumismo y por la fusión con la naturaleza. Claro está que en la brecha abierta por nuestra utopía se precipitaron todas las reivindicaciones y esperanzas de la gente; huelgas obreras por mejores salarios y condiciones de trabajo, proyectos de nueva pedagogía, libertad de información, afirmación de la creatividad cultural. Y Francia dejó de trabajar durante semanas. No porque se hubiera declarado la huelga general por algún comité central sino porque millones de personas estaban demasiado ocupadas discutiendo en sus lugares de trabajo cómo cambiar su trabajo y su vida, desde los ministerios del gobierno a las fábricas Renault, y desde las facultades a los teatros. El sistema dejó de funcionar pero la gente empezó a funcionar. Las iniciativas más ocurrentes, los proyectos más creativos alimentaron debates inacabables y por tanto poco productivos en el viejo sentido de la productividad. Nunca se llegaba a decidir nada. Y claro, así De Gaulle amenazó con sus tanques y sus elecciones y ganó arrolladoramente en las urnas. Aunque menos de un año después los votantes lo jubilaron: efectos retardados del cambio de mentalidad. Porque lo que realmente cambió fue la forma de pensar y de ser. En Francia y en el mundo a través de múltiples movimientos similares, algunos inspirados en mayo, otros precursores, como el de Berkeley en 1964. El feminismo, el ecologismo, la defensa mundial de los derechos humanos, la crítica de la política partidista, la participación ciudadana, la libertad de crear, el ser uno mismo sin pedir permiso a nadie son valores normales para los jóvenes de hoy que el movimiento de mayo afirmó en la escena mundial y grabó en las mentes de todos. Son valores de los que hoy vivimos, valores de libertad y de creatividad.Recuerdo una madrugada en un París vacío por la huelga del transporte. Nos habíamos manifestado toda la noche, enfrentándonos a una policía cada vez más desmoralizada. Estábamos cansados. Colette y yo caminábamos kilómetros escuchando el ruido de nuestros pasos en una ciudad por fin tranquila. Colette era, como yo entonces, una soñadora del 22 de marzo. Tenía cara de ángel rubio y siempre sonreía en los momentos más duros. No éramos pareja, no había parejas en ese momento, sólo grupos de gente que nos queríamos de distintas formas. Pero esa noche estábamos demasiado cansados para todo lo que no fuera sentir el momento. Y entonces le dije, todavía con mis reflejos políticos: “quedará algo de todo esto cuando seamos viejos?”. Colette sonrió de nuevo y dijo dulcemente: “quedaremos nosotros”.
Fuente: Periódico La Vanguardia
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