7/10/07

Nuestras vidas son más importantes, por Bibiana Medialdea


Por fin nos hemos dado cuenta de que con la vivienda tenemos un problema. Y por fin hemos logrado que el Gobierno asuma públicamente que tiene la obligación de resolverlo. Ahora sólo nos falta que lo haga.

Nos hemos cansado de decirlo, de gritarlo. Al final hemos conseguido que los políticos también lo digan: tenemos derecho a una vivienda digna. Eso quiere decir que, pase lo que pase, tenemos que tener la garantía de que podremos habitar dignamente. De la misma forma que sabemos que nuestros hijos pueden ir al colegio o que seremos asistidos en caso de enfermedad. Pase lo que pase. En nuestra sociedad, ese ‘pase lo que pase’ siempre suele referirse a la misma contingencia: puedas o no puedas pagarlo. Es por ello que para garantizarnos un derecho, para asegurarnos que, pase lo que pase, podremos acceder a ciertos bienes y servicios que consideramos básicos, el Estado los saca del mercado. Como la educación o la sanidad. Es la única garantía posible. “Uff, los tipos de interés no dejan de subir, a este ritmo habrá que sacar a la cría del colegio”. “Vaya, la insulina se ha convertido en el negocio de moda; pobres diabéticos”. Nos parecería pura barbarie. Y es que con estas cosas, con los derechos, no se juega. No nos parece sensato dejar que el mercado juegue con ellos.

Efectivamente, la vida diaria está plagada de ejemplos: en nuestra sociedad la única opción eficaz para garantizar un derecho es asegurar que se puede acceder a él al margen del mercado. De los colegios a los bomberos, de las ambulancias a los abogados de oficio. No hay otra fórmula. Y el derecho a una vivienda digna no es una excepción. Un análisis de las medidas que recientemente ha anunciado el Gobierno no hace más que ratificar esta afirmación.

La primera limitación de las medidas anunciadas, la más clamorosa, es su ámbito de aplicación. ¿Cómo puede considerarse que se garantiza un derecho mediante medidas que afectan a grupos de población particulares? Las ayudas a grupos específicos sirven para regular excepcionalidades, no para asegurar condiciones que han de ser generalizables. De hecho, si el Gobierno pretende garantizar el acceso a una vivienda digna (y aun suponiendo que el mecanismo de la ayuda fuera el indicado para ello), tendría que ir ampliando sucesivamente las ayudas a los diferentes colectivos: además de a los jóvenes de menos de 30 años, a los de entre 30 y 35, a las familias monoparentales, a las numerosas, a los desempleados, a los mileuristas… La misma necesidad de ir sumando ayudas específicas evidencia la obviedad: los derechos no se protegen con reglas particulares, sino con leyes que, como los derechos mismos, han de tener cobertura universal.

Además, y aun suponiendo que el Gobierno ampliara la cobertura de las ayudas a toda la población, la noción misma de ayuda encierra en sí una carencia fundamental. En síntesis, lo que el Gobierno nos propone es darnos una bonificación, una especie de balón de oxígeno de 210 euros mensuales con el cual podremos acudir al mercado de la vivienda en mejores condiciones. Evidentemente, es un avance. Pero es sólo eso, un flotador para la tormenta, y seguramente efímero. Nada nos garantiza que el precio de la vivienda no vaya a seguir subiendo. Nada nos blinda frente al hecho de que el precio que tenemos que pagar por vivir en nuestro barrio siga dependiendo de lo que pase cada mañana en Wall Street (los pisos y solares de nuestras ciudades no son más que espléndidos objetos de negocio para los fondos de inversión extranjeros). Nada nos asegura que esos 210 euros sean una proporción relevante de los alquileres que estemos pagando dentro de un año. ¿Tendremos que pedir entonces un incremento de las ayudas? ¿Tendremos que confiar en la sensibilidad social del gobierno de turno? ¿Estaríamos dispuestos a correr ese riesgo con los servicios sanitarios (tenga usted un cheque de 100 euros y ojalá que las intervenciones quirúrgicas no suban demasiado de precio)?

Si nos paramos a pensarlo, las medidas del Gobierno no son un avance sustancial, dado que no impiden que el precio de la vivienda siga dependiendo de la lógica especulativa. De hecho, destinaremos dinero público a pagar alquileres sobrevalorados y, por tanto, a seguir alimentando esa misma lógica. Es como si la insulina se hubiera convertido en objeto de especulación, hasta el punto de que los precios sobrevalorados impidieran a la población diabética obtener su medicación. Pretenderíamos que el Gobierno prohibiera la especulación con la insulina, no que extendiera cheques para que los diabéticos adquirieran sus medicinas a precios inflados. En vez de proteger el negocio de quienes están especulando con bienes de primera necesidad, lo que necesitamos, precisamente, es que el Estado nos defienda de los especuladores. Que nos garantice que podremos vivir en casas dignas a cambio de lo que sensatamente debería costar vivir en una casa. Que no es, ni más ni menos, que lo que valdría si no fuera por el negocio al que las viviendas están dando lugar.

En definitiva, en cuanto se le dan tres vueltas al tema de la vivienda no es posible concluir algo diferente a lo que en el caso de otros derechos nos resulta tan evidente: si es un negocio, jamás podrá garantizarse el derecho. Y es que la solución del problema de la vivienda no precisa de mucha imaginación. Simplemente, trátese el derecho a la vivienda como un derecho más. Por eso, las medidas recientemente anunciadas por el gobierno no sólo son insuficientes, sino que ni siquiera caminan en la dirección adecuada. Por eso, el 6 de octubre, en múltiples ciudades del Estado, ‘V de vivienda’ vuelve a convocar una manifestación. Ahora que sabemos que nos están escuchando es cuando más alto tenemos que gritar: nuestras vidas son más importantes que sus beneficios. El 6 de octubre, a las 18:00.

Bibiana Medialdea García es economista y miembro de la Asamblea por la Vivienda de Latina (V de vivienda).


Fuente: Público

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