8/4/07

La Pascua cristiana, ¿Qué significa resucitar?, por Benjamín Forcano



Desde hace 2000 años, una noticia sin precedentes, ha recorrido las venas de la humanidad. Nunca, en ningún lugar y de nadie, se ha afirmado algo similar a lo que la fe cristiana profesa de Jesús, cuando dice que resucitó de entre los muertos: “Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí”. La muerte no tuvo en Jesús la última palabra ni la tendrá ya en ningún ser humano. Lo anuncian los apóstoles: “Has de saber que tú también, resucitarás como El”. Racionalmente hablando, la condición humana implica y necesita una esperanza. El triunfo de la muerte, el triunfo de la injusticia y la derrota de las utopías claman por alguna razón positiva que permitan creer que la esperanza no es un mero voluntarismo ciego. El ser humano es el único que sabe que se ha de morir, el único que puede preguntarse cómo la muerte puede influir en su vida. Tan natural como el morir lo es para nosotros el hecho de no querer morir. La resurrección sería, desde esta perspectiva, la manera de escapar al poderío de la muerte.

Pero, la perspectiva cristiana dice algo más: la vida de Jesús es toda una vida subordinada al Reinado de Dios, que es el reino de los pobres. Precisamente por eso, los poderes de este mundo lo asesinan, porque no aceptan que el reino sea de los pobres. Y lo asesinan los representantes oficiales de Dios y de su Ley. La novedad de Jesús y de su resurrección están aquí: él, víctima, sale victorioso. La resurrección de Jesús es un triunfo sobre la injusticia, además de una escapatoria a la muerte. El resucitado es una víctima por haber vivido como vivió, y fue resucitado por haber vivido como vivió.

Por la resurrección de Jesús nosotros creemos en la resurrección de las víctimas. Sin la resurrección de Jesús, afirmar que Dios es el Dios de los pobres sería blasfemo o demencial. La resurrección de Jesús es la plenitud definitiva, lo último que se puede esperar. ¿Dónde está oh muerte tu victoria?

La muerte hecho natural. Pensar en la resurrección es pensar en la muerte. Pero, nuestra sociedad margina la muerte. Quizás lo hace así porque la muerte representa una amenaza, la posibilidad de acabar con todo en un instante. Y, como consecuencia, el miedo y la huída. Un sensato pensar sobre la muerte no es para amargarse, ni retraerse de la vida, ni ponerse en plan fatalista. En primer lugar, porque la muerte nos pertenece y de ser así algún sentido tendrá. Y lo razonable es contar con ella. Es mejor proyectar con ella el viaje, puesto que está con nosotros, que no descartarla.Lo escribe admirablemente el obispo Pedro Casaldáliga:

“No hay modo de escapar a la querella de la muerte.
Sin hora y sin lugar, ella es la cita.
Vendrá, saldrá de mí. La llevo dentro desde que soy.
Yo voy hacia su encuentro
con todo el peso de mis años vivos
Pero vendrá…. para pasar de largo.
Y en la centella de su beso amargo,
vendremos Dios y yo definitivos”.

Hasta aquí, nada especial. Somos mortales. Y, como todos, podemos preguntamos por la suerte a seguir después de la muerte: ¿Caída en la nada? ¿Supervivencia en un mundo mejor?. La muerte, puente hacia la plenitud. No sé si a la filosofía ayuda en este caso la fe. Una fe que reposa sobre la enseñanza y vida de Jesús de Nazaret.

Él fue un hombre, honrado y libre, que no transigió con la injusticia y la mentira. Señaló el camino recto hasta el final. Y los grandes de este mundo lo sometieron a una muerte violenta, injusta, a destiempo, como tantas otras. ¡El Justo exterminado!
Pero este Justo, derrotado a los ojos de la sociedad, salió victorioso. Esa muerte física, el sello final de siempre, no le atrapó ni le consumió. Dios, que hizo salir las cosas de la nada, quiso también sustraer a este hombre de la muerte y lo hizo entrar en la vida: lo resucitó. La muerte fue un tránsito, una puerta que lo introdujo en la plenitud de la vida, en la presencia y abrazo definitivo con Dios, autor de la vida, principio de todo ser, señor de la historia.

Los creyentes en Jesús de Nazaret, ya no tenemos duda: el cielo existe, es Dios mismo, con su vida eterna, y en él no hay lugar para el dolor, la injusticia, la discriminación, la esclavitud, la duda, la desesperanza. Jesús testifica que hay un Dios, Principio y Padre de todos, que tiene la última palabra. Y El nos espera para ser definitivamente en Él.

¿Qué significa resucitar? Los cristianos afirmamos que la resurrección no es una palabra vacía. Resucitar significa que Jesús, en la muerte y desde la muerte, entró en el ámbito mismo de la vida divina, realidad primera y última, inabarcable y omniabarcadora. El Crucificado continúa siendo el mismo, junto a Dios, pero sin la limitación espacio-temporal de la forma terrenal. La muerte y la resurrección no borran la identidad de la persona sino que la conservan de una manera transfigurada, en una dimensión totalmente distinta. Para hacerlo pasar a esta forma de existencia distinta, Dios no necesita los restos mortales de la existencia terrena de Jesús. La resurrección queda vinculada a la identidad de la persona, no a los elementos de un cuerpo determinado. La fe cristiana asegura que el Dios del comienzo es también el Dios del final, que el Dios que es el Creador del mundo y del hombre, es también el que lleva a éstos a su plenitud. Resucitar significa que la persona que muere, no se disuelve, continúa, y que el cuerpo sí que se disuelve pero entrando en una dimensión nueva. Hay continuidad y discontinuidad. Resucitar significa apostar, como Jesús, por la vida, llegando incluso a soportar en esta lucha el vituperio del fracaso de este mundo, pero seguros de que la inocencia del Justo será reconocida y premiada por Dios. Dios tiene siempre la última palabra, no la iniquidad. Resucitar significa que estamos ya, en una marcha dinámica, hacia la resurrección, en lucha contra todo lo que bloquea, merma y quita la vida.

El Resucitado ha dicho: “Quiero que donde yo estoy, estéis también vosotros”. Es el mensaje más inaudito de la fe cristiana. A pesar de la muerte, hay que soñar, trabajar y luchar para que este nuestro planeta sea la casa de todos, donde cada vez haya menos odio, menos injusticia, menos hostilidades, menos egoísmos, menos sufrimientos, menos guerras, menos ruinas y miserias, más justicia, más libertad, más amor, más paz, más felicidad. Es el ir anticipando el cielo en la tierra.

Los que se van no se van al vacío, sino a la vida maravillosa de Dios, al cielo. Pero para llegar al cielo no hay más que un camino: la tierra.

Benjamín Forcano, Sacerdote y teólogo

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