No sabemos ya con qué debemos comparar el tsunami que se ha desencadenado sobre la economía en 2009. ¿Con el final de la II Guerra Mundial? ¿Con el crash de 1929? Lo presentíamos al reflexionar sobre el funcionamiento delirante del sistema financiero mundial, vimos su lado peligroso en agosto de 2007 durante la crisis de Wall Street, luego durante sus movimientos de serpiente venenosa en el curso del año 2008, hasta la inmensa marea final que se llevó por delante el banco Lehman Brothers, una de las principales instituciones de especulación planetaria.
Pero, aun así, los dirigentes políticos decían que todo iba bien. Otros, con falsa lucidez aunque aparentemente poco versados en la cosa económica, juraban que el sistema sólo atravesaba una crisis pasajera y que todo volvería a la normalidad. Y, sin embargo, la crisis de 2009 es sin duda el mayor acontecimiento de estos últimos 60 años. Certifica el fin de un mundo, el de la especulación desenfrenada, del dinero fácil, no tanto producto de la actividad creadora de riqueza como de la comercialización planetaria de la deuda, el de la mentira bursátil organizada, el de la desconexión entre la vida real de millones de individuos, mal pagados, sin perspectivas de futuro, y la vida surreal de algunos miles de millonarios filibusteros enriquecidos de forma sospechosa.
No hemos salido evidentemente de esta crisis. Y tampoco saldremos de ella fácilmente, porque no se trata de una crisis solamente económica. Estamos ante un terremoto sistémico que afecta a todos los sectores del sistema socioeconómico internacional. Y ese temblor pone en evidencia todo lo que no hemos hecho desde hace 30 años: ninguna política medioambiental, ninguna política social (o mejor dicho sí: desarrollo de la precariedad, de los salarios miserables, del desempleo como variable para dominar el mundo del trabajo), ninguna política de apoyo a los países pobres, ninguna política educativa que ayude a las poblaciones a entender el surgimiento de un mundo intercultural donde las identidades tienen un papel clave en la formación de la cohesión colectiva, etcétera.
Nada. Tan sólo el todo va bien de los políticos preocupados en preparar la próxima cita electoral. Se habla en estos momentos de la necesidad de crear un nuevo modelo de desarrollo; eso está bien, pero nos gustaría saber: ¿dónde están los partidos, aparte de organizaciones alternativas sin medios, en los que se debate sobre este desafío?
El año 2009 también ha sido, paradójicamente, el de la mayor esperanza, después de que el pueblo norteamericano haya permitido a Barak Obama acceder a la presidencia del país más poderoso del planeta. La otra cara de América, la del pluralismo étnico y la democracia cívica, se vengaba así del periodo oscuro, neoconservador y de agresividad fanática, encarnado por Bush hijo. Un gran viento de esperanza que empieza a desteñirse en Afganistán, esa guerra de la que América y la OTAN no pueden salir victoriosas, simplemente porque apoyan a un régimen corrompido que no goza de la confianza de las poblaciones autóctonas, enfrentadas, sin embargo, a los talibanes.
2009 ha mostrado también la debilidad y la impotencia de Europa. ¿Cambiará algo la adopción del Tratado de Lisboa? Nada lo asegura, ya que el verdadero problema de Europa no es institucional, sino estratégico. ¿Qué modelo de sociedad quieren los europeos? Ésta es una pregunta esencial, ya que Europa ha heredado de su historia, en la mayoría de sus naciones, un alto nivel de integración social que se ve hoy amenazado por la mundialización liberal. Ahora bien, los ciudadanos tienen el sentimiento de que la Europa en construcción da la espalda a esa tradición y que los logros sociales del pasado son desmantelados por intereses que reducen el futuro común únicamente a las leyes del mercado. De ahí el divorcio entre las opiniones públicas y los dirigentes, los cuales tienen miedo ahora de someter a voto las orientaciones decididas en Bruselas. Y no es el nombramiento del nuevo presidente de Europa el que va a disipar este escepticismo.
Finalmente, si tuviéramos que apuntar con más crudeza todavía las cuestiones dejadas en barbecho estos últimos años, bastaría con un simple vistazo a los debates de la conferencia sobre el medio ambiente de Copenhague para convencernos de que queda todavía mucho por hacer. En realidad, los Estados están más de acuerdo para actuar sobre los efectos del calentamiento del planeta que sobre sus causas. El año 2010 y el decenio siguiente no podrán evitar responder a esas cuestiones, abiertas a la vista de todos por el gran temblor de 2009.
Traducción de M. Sampons
Fuente: El País
Sami Naïr es politólogo, filósofo y sociólogo
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