
Muchos suponían que sobrevivía de exprimir el aire y obtener zumo como los selenitas, pero, en realidad, la parienta y los niños chicos comían en casa de los abuelos y él pateaba la ciudad en busca de trabajo y descansaba en una biblioteca pública, muy fresquita, en la que leía gratis los periódicos y seguía anotando ofertas de empleo para proseguir la búsqueda.
Al anochecer se apostaba en la esquina de un gran supermercado y esperaba a que los empleados sacaran los capachos con los productos caducados, pan duro, fruta pasada y demás materia orgánica aprovechable. Se abalanzaba sobre ella, en feroz competencia con compatriotas e inmigrantes magrebíes, andinos, africanos… Si no andaba listo, aquellos famélicos le birlaban el condumio.
En eso leyó que el Consejo de Ministros se había reunido el 13 de agosto y arbitrado una dádiva de 420 euros para los parados que hubiesen agotado el subsidio de desempleo. Sintió un cosquilleo de alegría; aunque era una limosna, el Gobierno se acordaba de él. Acudió a solicitar la ayuda a aquel organismo que empezaba por la cola y le dijeron que ni saltando más vallas que Marta Domínguez tenía derecho a la misma, pues el efecto retroactivo del decreto era desde el 1 de agosto y él había agotado la prestación varios meses antes.
Cavilando sobre la retroactividad de la limosna, que suele ser la propaganda de los ricos, llegó a la Plaza de la Comparación: 90.000 millones del Estado para socorrer a la banca y sólo 642 para auxiliar a los parados exánimes. Llenó una garrafa con gasolina, agarró una caja de fósforos, entró a una sucursal bancaria, derramó la gasolina, encendió una cerilla y amenazó con soltarla si no le daban la pasta de la caja. Se llevó 5.000 euros. Cuando le detuvieron, dijeron que era un tipo frío, peligrosísimo.
Fuente: Periódico Público
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