"En época de mentiras, contar la verdad se convierte en un acto revolucionario" (George Orwell)
Con la crisis humanitaria de Birmania estamos asistiendo al cierre de un largo debate sobre los dilemas de la acción humanitaria, iniciado hace 40 años. En 1968 no sólo hubo mayos. Era el segundo año de la guerra de Biafra, provincia de Nigeria, donde los ibo estaban siendo exterminados por el Gobierno central.
En aquella espantosa guerra, un grupo de jóvenes médicos franceses –con Bernard Kouchner y Max Recamier a la cabeza– actuaban como Comité Internacional de la Cruz Roja, meritoria organización que inventó el humanitarismo, pero que se regía por una férrea norma de silencio sobre lo que veían y oían. Cláusula de neutralidad, se llamaba. Estos médicos se hartaron y decidieron que había que actuar doblemente, como médicos y dando testimonio de lo sucedido. Naturalmente, el Gobierno nigeriano los expulsó.
Pero allá germinó el llamado “derecho de ingerencia”, que tuvo varios impulsos: en Etiopía en los ochenta, las resoluciones de la Asamblea General de la ONU sobre “corredores humanitarios”, la famosa 688 del Consejo de Seguridad, en apoyo de los refugiados kurdos de Irak en 1991, etc. La cosa empezó a patinar con el circo de Unprofor en la ex-Yugoslavia, pero ha terminado de empantanarse en Birmania: la catástrofe humanitaria es por causas naturales (un huracán), pero la puñalada adicional la da la dictadura (causa no natural). El clásico dilema del humanitario: ¿irse, quedarse? Hay que vivir con ello, pero a veces uno echa de menos más ingerencia.
Fuente: Periódico Público
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