21/4/08

El nuevo rostro del hambre, por Soledad Gallego-Díaz

Víñeta de El Roto

El hambre tiene un rostro nuevo. La frase es de la directora del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, la norteamericana Josette Sheeran. El aumento del precio de los alimentos está incrementando el número de personas que pasan hambre en el mundo, algo que nadie podía imaginar a principios del siglo XXI, cuando, en teoría, los países más ricos se habían comprometido, precisamente, a alcanzar los llamados Objetivos del Milenio, y a cortar, de manera drástica, la penuria, el analfabetismo y la mortandad infantil en los países más pobres. Lo que está ocurriendo, al menos con respecto al hambre, es justamente lo contrario. Sheeran aseguró en una reciente entrevista que "las familias en países en desarrollo están pasando de hacer tres comidas al día a tan sólo una y están abandonando las dietas diversas para consumir alimentos básicos". La ONU, anunció, esta planteándose la posibilidad de reducir las raciones de ayuda o, incluso, el número de personas que reciben ese apoyo alimentario "si los donantes del programa no aportan rápidamente más dinero" para pagar esos alimentos repentinamente encarecidos.

Por primera vez en décadas, anunció recientemente la BBC, un país como Pakistán ha reintroducido en determinadas zonas un sistema de cartillas de racionamiento. Y los diarios de muchos países del Caribe, África y Asia dan cuenta de tumultos provocados por grupos enfurecidos por la carestía de los alimentos. Nada de ello ha despertado en las sociedades más desarrolladas ni la mitad de atención que la crisis financiera que les aqueja. De hecho, los gobiernos y las instituciones de Estados Unidos y de Europa han reaccionado de manera rapidísima para atajar las consecuencias de esa crisis económica, provocada, bien está recordarlo, por el deseo de los bancos norteamericanos de hacer más dinero, mucho más dinero, mucho más rápidamente.

La rápida respuesta a la crisis de la avaricia, como se merecería ser conocida esta crisis financiera, es todavía más notable porque realmente no era fácil predecirla. De hecho, todavía hoy no se sabe cuál es exactamente su alcance y profundidad. (Circula por muchos blogs y webs españoles un estupendo texto del profesor Leopoldo Abadía con una amplia y comprensible explicación de lo que ha ocurrido con las hipotecas ofrecidas a los llamados ninja, es decir, no income, no job, no assets, sin ingresos fijos, sin empleo, sin propiedades).

Toda esta rapidez ante algo poco previsible o estudiado que afecta a nuestros bolsillos se vuelve lentitud, racanería y dejadez para hacer frente a algo que afecta a sus estómagos, como denuncia Sheeran. Organizaciones como Oxfam insisten en que la crisis alimentaria era absolutamente previsible: es cierto que el cambio climático, las sequías e inundaciones, han reducido las cosechas en muchos países, pero básicamente la crisis está provocada por hechos y decisiones políticas con efectos claramente estudiados y anunciados. Era perfectamente predecible que el desarrollo de China y de India aumentaría la demanda de alimentos. Era predecible que aumentaría el precio del grano si los gobiernos decidían formalmente animar, en porcentajes muy considerables, la producción de biocombustibles. Era precedible que habría más inseguridad alimentaria y que sería necesaria una acción global para proteger a los más pobres de precios en continuo incremento o muy volátiles. Si la hambruna, con todo lo que eso significa, se extiende, esta vez nadie podrá decir que no sabía lo que iba a pasar. Simplemente, no se habrá hecho nada lo suficientemente rápido ni lo suficientemente eficaz. Todos habremos empezado el milenio de la manera más vergonzosa posible.

Algunos expertos consideran que esta crisis alimenticia podría, quizá, convertirse en una oportunidad para corregir definitivamente algunos de los mayores problemas que padece la agricultura en los países menos desarrollados. En teoría, el incremento del precio de los alimentos debería beneficiar, por ejemplo, a los pequeños productores africanos, pero la realidad es que hasta ellos no está llegando prácticamente nada de ese beneficio. Si se garantizara el acceso de los pequeños granjeros a las ganancias provocadas por los nuevos precios y se aprovechara para invertir en la modernización de la agricultura de esos países, se podría corregir parte de los males de la crisis. Lo peor de todo, y desgraciadamente lo más probable, sería que los beneficiados acaben siendo los grandes productores, con capacidad para almacenar alimentos y para especular con su llegada al mercado. Más avaricia. ¿Realmente alguien pretende, de verdad, controlar la emigración? -


Fuente: El País

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