16/7/07

Camino hacia el integrismo, por Juan José Tamayo


El pontificado de Benedicto XVI está derivando peligrosamente del conservadurismo al integrismo. Las constantes concesiones que hace a los movimientos tradicionalistas anclados en Trento y contrarios al Concilio Vaticano II lo ponen de manifiesto. Más que de una estrategia de diálogo y acercamiento a ellos para atraerlos de nuevo a la Iglesia católica, el papa está dando muestras inequívocas de que comparte con ellos su concepción preconciliar del catolicismo y de que pretende legitimarlos teológicamente sin contrapartidas. Y para ello está dispuesto a revisar y corregir el Concilio Vaticano II, del que él mismo fue asesor teológico.

Dos documentos recientes vienen a demostrarlo. Uno es el Motu Proprio que autoriza la vuelta a la misa en latín conforme al rito del Misal Romano promulgado por San Pío V en 1570, después del concilio de Trento, en respuesta, según palabras del papa, a las “deformaciones de la liturgia, en el límite de lo soportable”. Esta medida ha sido acogida con satisfacción por la Fraternidad San Pío X –creada por monseñor Lefebvre-, cuyo secretario general la considera “un avance capital en la restauración de la Tradición”. Yo creo que la vuelta al latín en la liturgia católica está en clara contradicción con el concilio Vaticano II, partidario de revisar todos los ritos íntegramente, si fuere necesario, para que recobren nuevo vigor, y de reformar la liturgia conforme a las circunstancias y a las necesidades de nuestro tiempo. Yo me pregunto: ¿volverán los seguidores de Lefebvre a introducir en ritual tridentino la oración “por los pérfidos judíos”, que aboliera Juan XXIII?

Entre las cuestiones teológicas que, según la Fraternidad de San Pío X, deben ser abordadas en el diálogo con Benedicto XVI como condición necesaria para su acercamiento a Roma se encuentran la libertad religiosa y el ecumenismo. Y, por supuesto, el Concilio Vaticano II, que es, a juicio de los lefebvrianos, una de las causas fundamentales de la grave crisis de la Iglesia Católica, reconocida por el cardenal Ratzinger en múltiples ocasiones.

Pues bien, para contentar a los tradicionales, el ecumenismo y el Vaticano II han sido objeto de revisión en el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe en torno a Ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia, que acaba de hacerse público con la aprobación del papa. Siguiendo la lógica excluyente de la declaración Dominus Iesus, de la misma Congregación, cuando era su presidente el actual Pontífice, y recurriendo al esquemático género literario del catecismo (preguntas-respuestas), intenta demostrar que el Concilio Vaticano II no supuso cambio alguno en la doctrina sobre la Iglesia y que la Iglesia Católica es la verdadera y única Iglesia de Cristo, con exclusión expresa de las Iglesias orientales, porque no reconocen la autoridad del “Obispo de Roma y Sucesor de Pedro”, y de las Comunidades cristianas nacidas de la Reforma, a quienes ni siquiera reconoce como “Iglesias” porque no tienen la sucesión apostólica mediante el sacramento del Orden.

Tales respuestas desnaturalizan el espíritu inclusivo del Concilio, falsean objetivamente su letra y se sitúan en las antípodas de la actitud dialogante de Juan XXIII y Pablo VI. Con una actitud tan excluyente como la de la declaración se rompen todos los puentes de comunicación del catolicismo con las demás iglesias cristianas y se hace imposible, en la práctica, el diálogo ecuménico -ya de por sí muy deteriorado-. Lo que resulta más preocupante si cabe, ya que dicho diálogo era una de las prioridades del pontificado de Benedicto XVI. La conclusión de esta secuencia de actuaciones no puede ser más desesperanzadora, pues, como afirma Raimon Panikkar, “sin diálogo, el ser humano se asfixia y las religiones se anquilosan”, y, añado yo, los creyentes pueden revivir el viejo espíritu de las guerras de religiones.

Además, el Concilio está por encima de cualquier instancia autoritativa en la Iglesia y, por supuesto, sobre la interpretación distorsionada que pueda ofrecer una Congregación, en este caso la de la Doctrina de la Fe. Más aún si se trata de un Concilio Ecuménico como el Vaticano II, el más numeroso de toda la historia, que reunió a todos los obispos del mundo, contó con la presencia de observadores de todas las iglesias cristianas y aprobó una serie de documentos de obligado cumplimiento para todos los católicos, empezando por el papa, el primero en desarrollarlo y aplicarlo.

Creo que existe un amplio consenso entre los teólogos, las teólogas y los obispos en que el Concilio Vaticano II cambió, y sustancialmente, la doctrina anterior sobre la Iglesia. Ésta no se considera como sociedad perfecta, jerárquica y desigual por voluntad divina (así la definieron los papas León XIII y Pío X, entre otros). Se autocomprende, más bien, como misterio, pueblo de Dios y comunidad de creyentes, en la que todos los cristianos, del papa a los creyentes de a pie, son iguales por el bautismo. Se ponían así las bases para la democratización de la institución eclesiástica, que hasta entonces se estructuraba al modo estamental a través de la oposición clérigos-laicos, jerarquía-pueblo, Iglesia discente-Iglesia docente, más propia del Medioevo que de la modernidad.

El cardenal Suenens, uno de los padres conciliares que más impulsaron la reforma, calificó el Concilio de “revolución copernicana”. Para el cardenal Montini, luego Pablo VI, el Vaticano II fue un concilio “de reformas positivas, más que de castigos, de exhortaciones más que de anatemas”. Para ello hubo que vencer las resistencias de los contrarreformistas de la Curia y de no pocos obispos tridentinos. Quizás estuviera pensando en ellos Juan XXIII cuando en el discurso de apertura del Concilio afirmaba: “Inflamados del celo religioso, carecen de rectitud de juicio y de ponderación en su modo de ver las cosas. En la situación actual de la sociedad sólo ven ruinas y desastres. Andan diciendo que nuestra época, comparada con las anteriores, es mucho peor, se comportan como si la historia, que es maestra de la vida, no tuviera nada que enseñarles”.

Anticipándose en varias décadas al actual clima de diálogo interreligioso e intercultural, el Vaticano II optó por el diálogo multilateral: diálogo con la historia, tras siglos de haber vivido de espaldas a ella; diálogo en el interior de la propia comunidad católica, amenazada de incomunicación; con las iglesias cristianas, a quienes reconoce como hermanas en la diferencia y dentro del respeto al pluralismo; con la cultura moderna y en concreto con el ateísmo, a quien considera interlocutor necesario; con las religiones no cristianas, que valora como caminos de salvación.

Las concesiones litúrgicas de Benedicto XVI a los tradicionalistas, la interpretación preconciliar del Concilio Vaticano II y la minusvaloración de las otras confesiones cristianas colocan a la Iglesia católica en la senda del integrismo y la hacen perder credibilidad. El precio a pagar por ello es el aislamiento y el alejamiento de la sociedad.

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Nuevo Diccionario de Teología (Trotta, Madrid, 2005)


Fuente: El País

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