“El Consenso de Copenhague no es un ejercicio retórico, es una propuesta para una nueva conciencia mundial. Una propuesta rigurosa que demuestra que enfrentarse a los graves problemas del mundo (el hambre, la enfermedad y las carencias educativas de miles de millones de personas) es factible”.
A pesar de los enormes avances, no se resuelven los problemas de la Humanidad. Se había logrado algún resultado contra el hambre, pero estalló la crisis alimentaria, que puede incrementar en cien millones el número de hambrientos. No por avatares del destino sino por actuaciones de seres humanos.
Cada día mueren en el mundo 1.400 mujeres durante el parto. Más de 850 millones de personas pasan hambre. Diariamente mueren más de 30.000 niños por hambre o enfermedades que en el Norte no causan muerte infantil. La sexta parte de la Humanidad no tiene acceso al agua potable. Más de 1.000 millones de personas subsisten con menos de un dólar diario. Cada medio minuto muere un niño africano por malaria. Unos 400 millones de personas contraen esa enfermedad y tres millones mueren anualmente por ella… Mucho dolor y sufrimiento.
Tantos y tan graves problemas. En Dinamarca, el ministerio de Asuntos Exteriores patrocina el Consenso de Copenhague. Han reunido a algunos de los mejores economistas (cinco de ellos, premios Nobel) y les han pedido que distribuyan 75.000 millones de dólares para hacer frente a los problemas más graves; que establecieran prioridades.
La primera propuesta, 60 millones de dólares anuales: comprar y distribuir vitamina A y zinc al 80% a los 140 millones de niños mal nutridos del mundo. Ingerir esos micronutrientes supondría un espectacular aumento de salud y capacidad intelectual de esos niños. Relación coste/beneficio, excelente. Tan sencillo y barato.
Otra prioridad, impedir la propagación del SIDA, que costaría 27 millones de dólares, pero rendiría beneficios elevados, porque evitaría 30 millones más de infectados de hoy a 2010.
Para la tercera propuesta, ni un centavo. Pero es la más difícil. El Consenso de Copenhague pide que se aplique la Agenda de Doha para el Desarrollo. Convencer a los países de la Organización Mundial del Comercio (sobre todo a los ricos) que liberalicen de verdad el comercio mundial y lo reactiven; que los países ricos supriman los tramposos subsidios e injustas subvenciones agrícolas. Los países empobrecidos conseguirían así unos dos billones y medio de dólares, que permitirían un cambio notable en la vida de sus habitantes, además de erradicar la malnutrición y la pobreza extrema.
También han propuesto nuevas medidas de control, prevención y tratamiento de la malaria: 13 millones de dólares destinados a mosquiteros tratados químicamente para proteger a los durmientes. Y también prioritario, acceso seguro al agua potable a precio razonable con tecnología del agua a pequeña escala para sustento familiar: reduciría notablemente el número de personas que en países empobrecidos sufren una o más enfermedades por beber agua no segura.
El Consenso de Copenhague no es un ejercicio retórico, es una propuesta para una nueva conciencia mundial. Una propuesta rigurosa que demuestra que enfrentarse a los graves problemas del mundo es factible, no es caro y es rentable. No es casual que los trabajos y propuestas del Consenso de Copenhague no hayan tenido repercusión mediática. No interesa. Lo que nos lleva a otro ángulo de visión.
Tras la actual crisis alimenticia y la vergüenza del fracaso de la cumbre de Roma convocada por la ONU para hacerle frente, tras el ninguneo a los trabajos del Consenso de Copenhague, y a tantos otros estudios, esfuerzos y propuestas para resolver los problemas del mundo (en realidad, graves violaciones sistemáticas de los derechos humanos de cientos de millones), hay que proclamar alto y claro que enfrentarse a esos problemas no es caridad ni admirable solidaridad, sino restauración, restitución. Devolver lo que se debe, lo que se ha arrebatado.
Los empobrecidos no lo son porque sí. Detrás hay personas que lo han provocado o que han contribuido a ello por inducción, acción, complicidad, encubrimiento u omisión y, más allá de la repuesta penal (que no hay que descartar), quienes más poseen y atesoran han de restituir. Nadie se enriquece obscenamente porque sí ni por azar. Los graves problemas de nuestro mundo no son fruto de la casualidad ni de la mala suerte. Por eso hay que proclamar que debemos ir hacia la restitución. O el mundo se va al garete.
Xavier Caño Tamayo es periodista y escritor
Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias
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