El hambre es una constante en todas las sociedades históricas. Hoy, sin embargo, alcanza dimensiones vergonzosas y simplemente crueles. Revela una humanidad que ha perdido la compasión y la piedad. Erradicar el hambre es un imperativo humanístico, ético, social y ambiental. La condición previa más inmediata y posible, que debe ser puesta inmediatamente en práctica es un nuevo patrón de consumo.
La sociedad dominante es evidentemente consumista. Da centralidad al consumo privado, sin auto-límite, como objetivo de la propia sociedad y de la vida de las personas. Consume no sólo lo necesario, lo que es justificable, sino lo superfluo, lo que es cuestionable. Este consumismo sólo es posible porque las políticas económicas que producen los bienes superfluos son continuamente alimentadas, apoyadas y justificadas Gran parte de la producción se destina a generar aquello que en la realidad no precisamos para vivir decentemente.
Como se trata de lo superfluo, se recurre a mecanismos de propaganda, de marketing y de persuasión para inducir a las personas a consumir y a hacerlas creer que lo superfluo es necesario y que es una fuente secreta de felicidad.
Lo fundamental para este tipo de marketing es crear hábitos en los consumidores hasta que se cree en ellos una cultura consumista y una necesidad imperiosa de consumir. Se suscitan más y más necesidades artificiales y en función de ellas se monta el engranaje de la producción y de la distribución. Las necesidades son ilimitadas, por estar ancladas en el deseo que, por naturaleza, es ilimitado. Por esta razón, la producción tiende a ser también ilimitada. Surge entonces una sociedad, ya denunciada por Marx, marcada por fetiches, abarrotada de bienes superfluos, punteada de centros comerciales, verdaderos santuarios del consumo, con altares llenos de ídolos milagreros, pero ídolos al fin y al cabo; una sociedad insatisfecha y vacía porque nada la sacia. Por eso, el consumo es creciente y nervioso, sin que sepamos hasta cuándo la Tierra finita aguantará esta explotación infinita de sus recursos.
No causa sorpresa el hecho de que el presidente Bush convoque a la población a consumir más y más y así salvar la economía en crisis, lógico, a costa de la sostenibilidad del planeta y de sus ecosistemas. Contra eso, cabe recordar las palabras de Robert Kennedy el 18 de marzo de 1968: «No encontraremos un ideal para la nación ni una satisfacción personal en la mera acumulación ni en el mero consumo de bienes materiales. El PIB no contempla la belleza de nuestra poesía, ni la solidez de los valores familiares, no mide nuestro ingenio, ni nuestro valor, ni nuestra compasión, ni nuestro amor a la patria. Mide todo menos aquello que hace la vida verdaderamente digna de ser vivida». Tres meses después fue asesinado.
Para hacer frente al consumismo urge que seamos de modo consciente anticultura, en ejecicio. Hay que incorporar a la vida cotidiana las cuatro «erres» principales: reducir los objetos de consumo, reutilizar los que ya hemos usado, reciclar los productos dándoles otra finalidad, y finalmente, rechazar lo que el marketing, descarada o sutilmente, nos empuja a consumir.
Sin este espíritu de rebeldía consecuente contra todo tipo de manipulación del deseo y con la voluntad de seguir otros caminos dictados por la moderación, por la justa medida y por el consumo responsable y solidario, corremos el peligro de caer en las insidias del consumismo, aumentando el número de hambrientos y empobreciendo el planeta ya actualmente más y más devastado.
Fuente: Koinonia
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