Jesucristo, además de Dios, era muy listo. Y sabía que su reino estaba en los cielos, o sea, en la mente de las personas, el verdadero lugar de residencia de los dioses de cada uno. De ahí su admonición a dar al césar lo suyo y a Dios lo que le corresponde. O sea, que prescribió, sin ambigüedad, la separación entre la Iglesia y el Estado.
Pero, igual que ocurrió con otros revolucionarios, sus enseñanzas, aún vivas para quien lea los Evangelios en su contexto y sin sectarismo, fueron traicionadas a lo largo de la historia por quienes se erigieron en poder teocrático sobre los cuerpos mediante la imposición de su monopolio en el negocio de almas. Porque la Iglesia, según el cristianismo pata negra, no son ellos (los obispos), sino nosotros (los creyentes, cada uno a su manera). Y así fue en los orígenes y así sigue siendo. Por eso hay mil millones de católicos y otros cientos de millones de cristianos en el mundo, para la mayoría de los cuales su espiritualidad, su refugio y su búsqueda de sentido y de moral no dependen de edictos jerárquicos, sino del diálogo íntimo que sus redes neuronales establecen con el dolor de la existencia y el misterio de la esperanza. Tal es la razón por la cual el cristianismo ha sobrevivido dos mil años, superando incluso la más grave amenaza, la que vino de sus peores enemigos: los que mataron, torturaron, saquearon, censuraron y abusaron en su nombre, haciendo de ello su Santo Oficio. Pero hasta las raíces más profundas se van debilitando con el viento de la historia cuando la experiencia interior de las ovejas (blancas y negras, todos a una) contrasta con los berridos de sus pastores.
Por eso la Iglesia católica como aparato va perdiendo influencia en la práctica de la gente en un contexto mundial en el que, al contrario, Dios está más vivo que nunca y la religiosidad en sus distintas manifestaciones (incluidas formas nuevas de espiritualidad panteísta) está en alza en la mayor parte del planeta.
Estudios como los de Inglehart y Norris, sobre la base de los datos del World Values Survey de la Universidad de Michigan, muestran el auge de la religión en el mundo, con una gran excepción: Europa Occidental, precisamente la cuna del catolicismo. Y otros análisis muestran que en América Latina, el área con el mayor número de católicos del mundo, las distintas confesiones evangélicas cristianas están desplazando la influencia de la Iglesia católica entre los sectores más populares de la sociedad. Y es que a pesar del testimonio y el heroísmo de tantos y tantos curas de base siguiendo a la gente en su vida tal como es y proporcionándoles consuelo y guía sin recurrir al ordeno y mando, la colusión de la jerarquía con los poderes fácticos de siempre y la hipocresía de quienes defienden la familia y encubren a sus legionarios pederastas van minando poco a poco la influencia de quienes interpretan a Dios según sus intereses económicos, políticos y personales, reproduciendo a la Iglesia como aparato de poder.
Ello no implica que la Iglesia deje de defender principios morales y religiosos fundamentales, como la familia o la defensa de la vida del feto o la condena de la manipulación genética, aunque estos principios deban ser adaptados a cada situación.
Los líderes religiosos tienen perfecto derecho (un derecho constitucionalmente protegido) a posicionarse en temas éticos centrales y constituirse en referencia con respecto a sus fieles. En lo que puede parecer una paradoja, cuando el conservador cardenal Ratzinger se convirtió en Benedicto XVI, escribí un artículo esperanzado en este mismo diario porque me pareció que representaba un papado de valores, por discutibles que esos valores sean para muchos, sobre todo los jóvenes. Porque ese es el dominio propio de Dios. Y para que esos valores puedan progresar en contra del individualismo competitivo y el consumismo destructor que caracterizan nuestra cultura, es necesario recurrir a la autoridad moral, al ejemplo, al testimonio. Todo eso queda en agua de borrajas, sobre todo para los jóvenes, cuando se mezcla con consignas políticas, con la intervención directa en los asuntos del Estado, con la bendición de guerras sucias y el silencio ante la opresión. Afortunadamente, el contexto español actual es menos dramático que todo eso. Pero sigue presente el reflejo eclesiástico de instrumentalizar a los creyentes en aras de causas políticas no sólo terrenales sino controvertidas, en conflictos que tienen cristianos sinceros y menos sinceros de los dos lados. ¿O es que quienes están por plantear pacíficamente la independencia de Euskadi o de Catalunya son menos católicos que los otros? ¿Se le va a negar la comunión a los ciudadanos en función de su voto?
E incluso cuando gobiernos legislan en temas como el matrimonio homosexual, aunque contradiga principios tradicionales (no está claro que sean los de Jesucristo), el respeto a lo que decida el césar democratizado es una cuestión fundamental de coexistencia pacífica entre nuestras diversas lealtades internas.
Entrando descaradamente en la batalla política en torno a temas que no competen al apostolado, los obispos españoles se distancian aún más de la sociedad del siglo XXI y alejan a la gente de un Dios que sin embargo necesita con urgencia en un tiempo de incertidumbre.
Por eso en estas elecciones yo voto Jesucristo, o sea, en contraposición directa a lo que nos dictan los encopetados fariseos que usan su nombre en vano.
Fuente: La Vanguardia
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