4/10/07
Los monjes budistas y el compromiso cívico, por Juan José Tamayo
La imagen que suele tenerse del budismo, al menos en Occidente, es la de una religión o cosmovisión que huye del mundanal ruido por considerarlo impuro y se refugia en la contemplación para no mancharse las manos ni contaminar la mente con preocupaciones mundanas. Según esa imagen, la interioridad es lo que conforma el universo budista: la vida interior, la paz interior, la liberación interior, el viaje hacia el interior de uno mismo. La huida del mundo lleva derechamente a su negación. El ideal budista solemos situarlo, casi inconscientemente, en el monje que vive austeramente, depende de la generosidad de los laicos, pasa el día meditando, es insensible a los problemas de la sociedad y renuncia a sus compromisos cívicos porque su meta está en lograr la reconciliación consigo mismo.
Estamos, ciertamente, ante un estereotipo que ni se corresponde con la doctrina y la ética budistas ni resiste la prueba de la realidad. El budismo posee un componente liberador que la actual hermenéutica está intentando descubrir. La compasión no se queda en un sentimiento interior inoperante, sino que se canaliza hacia los pobres a través de la participación en los movimientos de liberación. Se intenta practicar una espiritualidad socialmente comprometida. La profundización de la conciencia lleva a la generosidad de espíritu, al tiempo que proporciona la energía necesaria para activar la compasión. La paz en cada momento de la propia vida es condición necesaria para que pueda instaurarse la paz en el mundo.
Especial importancia adquieren los grandes principios budistas: el origen interdependiente de todas las cosas y la interrelación de toda la vida, la compasión hacia todos los seres, la no violencia, el cuidado de todo lo existente, la eliminación del sufrimiento. A la luz de ellos, algunos intelectuales seguidores del Buda han llevado a cabo una nueva articulación de las distintas vertientes de la justicia y la paz: social, racial, ambiental, sexual, etcétera. Un buen ejemplo son las reflexiones del monje budista Thich Nhat Hanh que se opone al dualismo exterior-interior, subraya la continuidad entre uno y otro ámbitos y considera la paz interior como cauce para la reconciliación inter-humana. El mundo es nuestro yo ampliado. Por eso es necesario cuidarlo y activarlo, afirma en su excelente libro Buda viviente, Cristo viviente.
La imagen de un budismo que pasa de puntillas por la historia se quiebra cuando vemos a monjes que se autoinmolan públicamente para denunciar situaciones de injusticia estructural y guerras imperialistas, que participan en las movilizaciones de los movimientos de resistencia global junto con no creyentes y creyentes de otros credos, y luchan contra las estrategias excluyentes de la globalización neoliberal; cuando conocemos a comunidades budistas que ponen en práctica alternativas sociales, políticas y económicas inclusivas y que participan en plataformas de diálogo inter-religioso e intercultural en busca de una ética común emancipatoria compartida con otras religiones, culturas y cosmovisiones.
Durante la guerra de Vietnam, Thich Nat Hanh creó la Orden de la Inter-entidad, comprometida en la vida cotidiana y en la sociedad. Su filosofía se resume en este principio: “Yo soy, en consecuencia tú eres. Tú eres, en consecuencia yo soy. Éste es el significado del término inter-entidad. Todos inter-somos”. La orden aborda los problemas de la justicia y la paz sociales y sensibiliza a sus seguidores a contrastar su conducta con las necesidades de la comunidad.
En el movimiento pacifista causó un fuerte impacto el caso de una joven de familia noble asociada a la citada Orden de la Inter-entidad, que se quitó la vida en un templo budista para llamar la atención sobre la necesidad de buscar la paz y la prosperidad para toda la humanidad. Un mentís similar a la idea de pasividad que se cree inherente al budismo se produce en Sri Lanka donde los monjes participan activamente en la vida política.
El Dalai Lama es hoy uno de los referentes mundiales más luminosos en el trabajo por la paz y la defensa de los derechos humanos a partir de una doble revolución: ética y espiritual, que compagina armónicamente la compasión para con los otros y la liberación interior. “Toda revolución espiritual entraña una revolución ética”, afirma en su libro El arte de vivir en el nuevo milenio, pero entendiendo por espiritualidad no la religión como sistema de creencias sino el cultivo de valores como la tolerancia, la compasión, el perdón, la búsqueda de la felicidad, la eliminación del sufrimiento, el amor, la solidaridad, etcétera.
El ejemplo más reciente e impactante de un budismo que armoniza ética y espiritualidad es el de los monjes y las monjas budistas de Myanmar, que gozan de un gran respeto y reconocimiento entre sus conciudadanos por su estilo de vida austero y por sus actitudes siempre solidarias con los sectores más marginados de la población.
Ellos se han colocado en la vanguardia de la revolución azafrán liderando las manifestaciones populares, que han logrado reunir a más de trescientas mil personas, y han unido sus fuerzas a las de organizaciones sociales y políticas de la oposición como la Liga Nacional para la Democracia (triunfadora en las elecciones de 1990), de la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Syi, para luchar contra la dictadura y la represión militar, construir una sociedad democrática, combatir la corrupción generalizada, que está instalada en la cúpula de la junta militar gobernante, y erradicar la pobreza en la que vive sumida la mayoría de la población. Con su actitud dicen al mundo entero que entre espiritualidad y lucha por la justicia no hay contradicción.
Los monjes están demostrando un gran coraje cívico al resistir pacíficamente, en la mejor tradición budista, a la violencia de los militares que los reprime, encarcela y asesina. Todo un ejemplo de compromiso cívico y una prueba más de que la religión no siempre es opio del pueblo, sino, como dijera el mismo Marx, “el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación carente de espíritu”.
Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid
Fuente: El País (03/10/2007)
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